Control, el filme de Anton Corbijn, hace prácticamente un documental póstumo de la presencia de Ian Curtis en la banda Joy Division, basándose en el libro Touching from a distance, escrito por Deborah Curtis, la viuda de Ian.
Nos gusta pensar que Ian Curtis habría sido todo un rockstar, de no haber copulado con la muerte. Poco habla Ian en el filme. Jamás se pregunta el director los qués, los cómos y los porqués de un joven de 23 años que fajotea con el suicidio a la vista muda de todos. Por el contrario, Annik Honore, en sus escasas declaraciones, habla más de su amigo Ian, que del extraño y mítico personaje. En su discurso queda evidente la polaridad de Curtis, torturado por el tirón hacia el ser solitario y enfermo, y al mismo tiempo hacia el ser dulce y altruista. Los desgarramientos provocados por esos tirones simultáneos y en sentidos opuestos, concomitantes con la epilepsia musicogénica –diagnostico– son las respuestas a los porqués que Control no se pregunta sobre la muerte autoasistida de Ian Curtis.
La epilepsia es una maraña de irregularidades eléctricas del alma, testifico. La condición epiléptica está presente 24 horas al día, aunque sólo de cuando en cuando detone el caos, la crisis. La más conocida y cinematográfica de estas crisis es el desmayo convulsionante. Sin embargo, el epiléptico vive siempre bajo la influencia de esa irregularidad que le apesta el alma y que se puede manifestar de mil maneras. Ninguna de ellas hermosa, aseguro. La tensión del cotidiano en el epiléptico será siempre alta tensión. Si bien la personalidad de epiléptico puede ser chispeante para los prójimos cercanos, para él mismo la existencia es una subestación en constante chisporroteo. La epilepsia quema, reporto. El electrocutado mira siempre la parte más tiznada del mundo y de la vida –penas y alegrías–: son tensión carbonizante, declaro.
Carbamazepina, fentoína, tiagabina, oxcarbazepina y fenobarbitona eran los anticonvulsivos reguladores del ánimo (del alma) que tendría que experimentar Curtis. Los efectos secundarios: mordaza del alma, camisa de fuerza para el espíritu, cárcel del yo. Control. La asfixiante sensación del no ser, de tener el alma regulada, de mirar la vida tras el cristal, drogadicción vital. Satán dealer.
¿Y Piel Adentro qué, mi Curtis? ¿Una cifra epiléptica más? Apenas una velita en el pastel de tu diagnóstico te impidió conocer al fantasma dueño de tu alma, poeta maldito del rock. Nomás a tientas tentaste tus porqués. Fue too much: te fuiste pronto. ¿Quién es ese alguien que la Joy Division no veía mientras pedía más? ¿Qué es lo que Debbie no vio de tu convulsión post eyaculatoria chapoteada en lágrimas? ¿Qué no ve la cámara ciega de Corbijn? ¿Quién danza tu piel fingiendo ser tú?
Trepas a escena y el anzuelo del audio muerde tus ojos, los lleva al vuelo de la sinapsis. El ambiente neuronal es poseído, se vuelve música: eres tonos, beat, tempo, timbre, órdenes de masa encefálica empentagramada, chillido de guitarra, ojos en prestísimo metrónomo, aleteo de corcheas, pulmones; “lost in music” decían tus compas; “eres la música, músico”, decreta el cerebro en tres cuartos. Líneas fronterizas en creciente lontananza: tú más y más allá, y los otros más del otro lado. Grito de pupilas en do de pecho. Vas de ida y no hay regreso. Espasmo uno, espasmo dos, espasmo tres: eres músico hecho música, porque la oscuridad se convulsiona, mi Curtis, bendición de epilepsia musicogénica, mi Curtis: “you lost control again”, mi Curtis… es demasiado bello para seguir vivo, mi Curtis. No olvides mi Curtis, cuando vuelvas de “tocar la puerta de la cámara más oscura del infierno”, que cada espasmo musicogenerado vale más que mil orgasmos.