El fin de semana pasado se rindió homenaje a la maestra Enriqueta Morales de la Mora (1941-2020), quien fuera directora y docente de la Escuela de Música, así como del Centro Universitario de Arte, Arquitectura y Diseño, de la Universidad de Guadalajara. En un Coloquio organizado a través de Zoom por el Seminario de Cultura Mexicana, en vinculación con el Programa de la Maestría en Etnomusicología, del CUAAD, se realizaron conferencias, performance y diálogos en honor a la pianista y concertista tapatía. A continuación reportamos el discurso que ofreció en la Bienvenida del Coloquio Xochitl Romo, psicoanalista, egresada de la UdeG e hija de la difunta maestra.
In memoriam para la primera etnomusicóloga tapatía: Enriqueta Morales de la Mora (mi mamá)
Xochitl Romo
I. Pura Canela
Mi abuelo Rodo decía de mi mamá que era “pura canela”; tal vez así quería expresar la viveza y la intensidad de su presencia, su manera de poner sabor a todo, su modo fino y alegre.
Mi sobrino Oscar, quien escribió que mi mamá le dio amor, seguridad confianza y compañía, también me dijo hace poco: “Mira, si la vida fuera futbol mi abuelita habría jugado de centro”. Y bueno, es cierto que mi mamá sabía pasar el balón alto, bajo y a media altura.
En este tiempo en que hemos tenido que continuar con su ausencia a cuestas, recibimos muchos mensajes, diría una ola de mensajes de cariño y de reconocimiento para ella, en los que nos dijeron que fue como una madre, una gran amiga y compañera o que brindó un apoyo irremplazable para que se pudieran continuar vidas, carreras, proyectos. Algunas palabras textuales fueron que estaba “siempre abierta, con propuestas, que era perseverante, honesta, valiente, con autoridad, siempre apoyando” y, por supuesto, también que regañaba si hacia falta y cuestionaba.
En la familia tuvimos la fortuna de contar con sus cuidados, su amor y sabiduría, empezando por mi padre (de quien ella decía que era su otro vicio, junto con la coca cola, y que fue su compañero por más de 60 años); siguiendo por sus hijos, sus nietos, bisnietos, hermanos y sobrinos.
La maestra Queta, como casi todos la conocen, siempre quería aprender más y nunca dejó de hacerlo: estudió la carrera de pedagogía durante seis veranos, porque mientras trabajaba no podía hacerlo. Sus hijos la veíamos ir y venir corriendo, oyendo sus tacones, apurada por hacer tareas y seguir siendo una esposa y nuestra mamá, pero feliz de las cosas nuevas que comenzaba a saber.
Hay un pliegue en mi memoria entre la señora de una casa y la profesionista que amaba la educación: yo era una niña pero recuerdo alguna vez en que me contaba las teorías de Piaget mientras arreglábamos juntas la cocina después de comer.
Fue directora de su muy amada Escuela de Música desde el año 1993 hasta el 2001, pero nunca olvidó que antes de tener ese cargo, formó parte del grupo de alumnos y de profesores. Por eso, hizo junto con sus compañeros de música la preparatoria y la licenciatura en música. Por eso, también, hizo convenios para que los alumnos y maestros de la escuela tocaran con la Filarmónica en el mismo recinto del claustro de San Agustin cada año. Yo trabajaba entonces con ella y créanme que era un festín de interpretaciones y una celebración casi ritual, porque supongo que no se es el mismo antes y después de tocar con la Filarmónica.
Es difícil enumerar todo lo que hizo, pero entre las cosas de las que se sentía más orgullosa estaba el haber creado junto con sus compañeros de entonces cinco licenciaturas: Ejecutante, Canto, Composición, Pedagogía musical y Dirección coral. A su Escuela de Música le dedicó un libro para que quedara constancia de la historia no solamente de la escuela, sino de la música en nuestro estado y en toda la región, puesto que ahí se han formado muchas generaciones de interpretes, compositores, profesores de música, etc.
Mi madre fue inmensamente feliz rodeada de alumnos y alumnas en cada escuela donde trabajó. En el jardín de niños donde era la maestra de cantos y juegos tenía su salón con su piano. Los niños entrábamos y todo era enseñanza lúdica. Ella como muchos otros maestros de música preescolar, componía canciones y ayudaba a los niños a relacionarse con su cuerpo y con los demás de modo armonioso. Le gustaba enseñar a los niños y enseñar a enseñar. Sus alumnas de la Normal de educadoras le llevaban serenata a veces y ahí mismo, entre canción y canción, le agradecían su firmeza y su alegría. Entre risas le recordaban las muchas planas que las ponía a hacer si tenían faltas de ortografía.
“Es que qué feo una maestra con faltas de ortografía”, les contestaba.
II. Las manos de mi madre parecen pájaros en el aire
Ya que estamos en el contexto de la maestría en Etnomusicología, quiero decirles que este espacio fue fundamental para la maestra Queta: verán, mi madre fue concertista. Pasó horas frente al piano creando su sonido y su interpretación —muchas veces con sus hijas debajo del piano jugando mientras ella tocaba. Sus manos chiquitas crecían y volaban como los “pájaros en el aire” de los que habla Mercedes Sosa.
Le dedicaba el corazón a algunos compositores como Mozart, Schubert, Mompou y Manuel M. Ponce, entre otros. Pero su infancia se tejió de boleros, de rancheras, de música popular. Toda su familia de origen hacía sus encuentros entre guitarras cantando muchas veces hasta el amanecer.
Pienso que cuando mi mamá se encontró con la Etnomusicología, se re-encontró de un modo nuevo con su lengua materna que fue la música popular. Se re-unió con su infancia, con su juventud y con la alegría que le transmitió la música que llevaba grabada en la memoria.
Ya se sabe que uno vuelve a recolectar a veces el pasado, porque es el material simbólico que nos permite crear, investigar, inventar cosas nuevas.
Lo popular atravesado por la investigación, y sabiendo tanto de música, se convirtió en su nueva casa. Especialmente el bolero con todo el romance, el amor y el deseo que en ella palpitaban. Su libro es una muestra de ello, sus viajes a Cuba también.
Se sentía muy orgullosa de poder participar en la formación de músicos y de etnomusicologos, porque era algo muy suyo que podía transmitir, a la vez que alimentar con los proyectos y la música que sus alumnos le traían a la clase. Felizmente participó de este espacio incluso después de su jubilación.
III. Hay fiesta de música
Para terminar les quisiera contar un acontecimiento personal: la maestra Gaby Flores (pianista) me fue acercando música como un hechizo, decía ella, para curar el alma. Fue en esos días difíciles posteriores a la partida de mi madre que ella y otros llenaron el paisaje de música para mi: escuchando esos compositores, viendo el homenaje que muchos músicos le dedicaban a mi mamá en las redes sociales —porque la pandemia no permitía otra manera—; encontrando grabaciones de mi mamá tocando el piano o la guitarra con sus hermanos (Clemen y Cheni), etc.
Fue ahí, en ese contexto, que un día soñé a mi mamá que me decía sonriendo “¡Hija, hay fiesta de música!”.
Comprendí, a través de ese sueño, que para ella la música fue siempre su fiesta, su celebración, su vida. A ella le gustaba citar a Nietzsche y decir que sin duda “la vida sin música sería un error”. En la música, en la enseñanza, en la amistad, en el amor y con su familia, efectivamente mi madre era Pura Canela.