Las notas más elevadas apenas pueden oírse.
La forma más grande no se alcanza con la mirada.
Tao Te Ching
Es por las experiencias del pasado que el instinto nace, crece y se desarrolla. Su fuerza procede de un pasado que ayuda a enfrentar los riesgos que se le aparecen de repente. No sucede así con la intuición. Ésta es una energía que apunta hacia la creación de un futuro; alteración de un incierto presente. Más que de experiencias del pasado, la intuición actúa y desaparece en un instante. La intuición suele orientarse hacia un futuro intermitente expuesto en sus grietas profundas.
Instinto e intuición emanan desde el inconsciente.
Será por el inconsciente como habremos de ir aprovechando las perturbaciones que el presente y el futuro nos lanzan al rostro todos los días. Aprovechar significa aquí hacer de las perturbaciones una materia (la invención de un objeto) rica en posibilidades para conformar proyectos de toda índole; creativos, científicos, educativos…
Sin instinto, la vida —como la muerte— no estaría ocupando las fronteras que hacemos con nuestro cuerpo en cada momento. Sin intuición, ni el arte ni la ciencia habrían ampliado los horizontes de nuestro mundo. El inconsciente sabe que el futuro es más interesante y, por esto mismo, no se preocupa por el pasado. Las certezas —si en verdad existen— que nos promete el pasado, de poco —o nada— sirven para afrontar las incertidumbres que nos agobian todo el tiempo a manera de un jeroglifo.
La pregunta es, sin embargo: ¿la intuición y el instinto viven a imagen y semejanza del agua y el aceite? Me parece que no. Agua y aceite son sustancias que pueden coexistir sin mezclarse. En el caso del instinto y la intuición, son fuerzas cuya actuación bien pueden mezclarse, toda vez que su intervención haga factible la confusión de los tiempos. Cuando esto ocurre, podría deberse a que la intuición ha proyectado durante el presente lo ya aprehendido en el futuro (previsto por el inconsciente), de manera tal que el instinto interviene en el proyecto para evadir los escollos que amenazan con derrumbar el plan o la obra.
La razón, como la reina de las instituciones del estado del bien pensar, será la última en llegar y en revisar los resultados del proyecto; o sea, el mapa de ecuaciones, el artefacto, el plan, la obra, serán objeto de juicio y de sentencia. Cuando la razón determina que el producto no cumple con los criterios de valor, nace la crisis de las temporalidades, la cual se traduce en una crisis de lenguajes, acerca de cuya realidad de sentido las instituciones del bien-pensar todavía no han creado los diccionarios ni las gramáticas, los códigos ni las estructuras de significación, para aceptar y soportar el resultado.
Esto ocurre porque son obras cuyas fuerzas inconscientes alcanzaron a crear códigos y estructuras de significación muy distantes (distintas) de las temporalidades en que viven las instituciones del estado del bien-pensar.
Más que históricos, somos seres intuitivos. Más que sociales, somos cuerpos instintivos. El pasado de los historiadores no es el pasado de los novelistas. El pasado de los novelistas no es el pasado de los filósofos. En el lenguaje de la música, no hay pasado ni futuro, todo está en presente; más todavía, es gerundio hecho con sonoridades y silencios.
El compositor palpa con los dedos de la fantasía el silencio que el oído acumulará en ideas musicales de un tiempo enajenado. El novelista inventará un mundo con historias cuyo pasado es la trama de una memoria elaborada con ecos y fantasmas; ecos de otras voces, resonancias de otros textos, invenciones de otras lenguas. Fantasmas que no acaban apareciendo representados en los espejos de los días cotidianos, porque en las novelas los días duran lo que duran las palabras, y los personajes son nada más que la sombra de ideas fulgurantes.
Los filósofos necesitan del mundo y de los seres conceptuales que lo habitan. Sin mundo y sin conceptos no hay filosofía. Así como el novelista inventa un mundo, el filósofo inventa el tiempo al que somete, para su escrutinio, el mundo de los seres ónticos y ontológicos.
Los historiadores, más que en los hechos del pasado, piensan en las conexiones que pueden urdir —desde su propio presente— para hacer fehacientes los hechos acumulados —en datos— de un pasado virtual. Son seres relativos los historiadores. La verdad histórica es una pasajera, a la que le piden el boleto de estancia en los aeropuertos de su imaginación. Los historiadores imaginan que la pueden encontrar en todos los vuelos; nacionales e internacionales. Cuando la verdad se les escapa de los tableros de llegada, apuntan el registro de una pérdida; pero no dejan de pensar en otros vuelos y en otras idas y llegadas.
En el no-conocimiento se agitan las fuerzas que el inconsciente alimenta. Más allá o, mejor, después del aprovechamiento de la intuición y el instinto, habrá la posibilidad de que aparezcan otras realidades. Crear y descubrir esas otras realidades, no como un imperativo institucional sino como una necesidad vital, es lo que impulsa el no-conocimiento, como una libertad del no-ser hacia el ser de las formas.