Apenas este 9 de mayo murió el poeta español José Manuel Caballero Bonald. Autor de una docena de libros de poemas, varias novelas, unas memorias en dos volúmenes y numerosos ensayos de temas artísticos y literarios, Caballero Bonald es uno de los poetas que peregrinaron en 1959 a Colliure, en la Cataluña francesa, cuando se cumplían veinte años de la muerte de Antonio Machado. De aquella reunión se conserva una famosa fotografía en la que posan algunos de los principales poetas del Medio Siglo español: Jaime Gil de Biedma, José Agustín Goytisolo, Ángel González, Carlos Barral, Alfonso Costafreda, José Ángel Valente y, por supuesto, Caballero Bonald, flanqueados por quien fungió como hermano mayor de todos ellos, Blas de Otero. De aquel viaje hasta la modesta tumba de Machado surgiría también la colección editorial que llevó el nombre de aquel pueblo en la costa, Colliure, y que incluyó títulos de Gabriel Celaya, Gloria Fuertes, Ángel Crespo y, cómo no, uno de Caballero Bonald: Pliegos de cordel (1963).
Como ensayista, Caballero Bonald publicó en 1980 un libro que, de todos los de su obra, es quizá el que ha tenido el mayor éxito comercial: Breviario del vino. Editado en muchas ocasiones con distintos formatos, ese libro informativo y etílico me hace pensar, al hojearlo, en la última frase de un poema en prosa de otro libro del mismo Caballero Bonald: “La botella vacía se parece a mi alma”. ¿Cómo es que un alma puede parecerse a una botella vacía? Tal vez por la soledad, si se trata de un alma solitaria, ya que nada parece tan fatalmente condenado al abandono como una botella sin contenido. Tal vez por su integridad, incluso por su gallardía. Tal vez por estar hueca, ya que no hay un alma que no sea también, en cierto modo, un abismo.
En una crónica de su insustituible Historia de lo inmediato, Renato Leduc relató las aventuras, desventuras y travesuras del poeta jalisciense Miguel Othón Robledo. Narra el cronista que una vez, “ante un auditorio de burócratas misérrimos”, un poeta de nombre Juan Gualberto Herrera (en realidad, un “eximio vate”) declamó una “lucubración” en la que importaba enfatizar este verso: “Esclava, tráeme vino de Lesbos”. No parece que la esclava de Juan Gualberto anduviera por ahí, mas no por ello el amo se cansó de llamarla. Othón Robledo, personaje de “inextinguible dipsomanía” y también “atrozmente feo, atrozmente poeta y atrozmente desventurado”, interrumpió a Juan Gualberto para preguntarle: “Don Juan, ¿para qué quiere usted vino de Lesbos habiendo tan buen pulque en la Villa?”.
Lo más normal del mundo es preguntar si aquel Juan Gualberto Herrera existió de verdad. No con ese nombre, que se sepa. Pero es muy posible que Leduc haya compuesto el episodio disimulando el nombre del poeta Enrique Fernández Granados, quien solía firmar como Fernangrana en los tiempos del México porfiriano. Mírense, por ejemplo, estos versos de su poema “El vino de Lesbos”, que nada más por el título ya parecen escritos por Juan Gualberto: “Si queréis de mi lira / oír los sones, / ¡dadme vino de Lesbos / que huele a flores!”.
El poema de Fernández Granados apareció en su libro Mirtos, de 1889. Décadas atrás, en los años de la guerra de Independencia, los escritores que fundaron El Diario de México habían intentado, en palabras de José Emilio Pacheco, “producir una literatura mexicana distinta de la española”. En ese proceso de configuración de una identidad literaria nacional, dice también Pacheco, escribir “una oda al pulque y ya no al vino […] es una afirmación y un desafío”. Tal vez, al escribir esa frase, Pacheco pensaba en la oda o anacreóntica que un poeta de nombre José María Moreno dedicó efectivamente al pulque (texto que Luis G. Urbina cita, dicho sea de paso, en su famosa introducción a la enorme Antología del Centenario publicada en 1910): “Si el vino se ha acabado, / dame pulque, mancebo…”.
Tanto importa ese debate del vino contra el pulque que, otra vez en el siglo XX, un poeta tan formidable como Eduardo Lizalde lo aclimatará en las páginas de Caza mayor, libro publicado en 1979: “Hay cerveza, nunca vino de Lesbos, / en el café vecino de la imprenta”. No será, pues, el pulque, pero sí la cerveza, la bebida que desplace al prestigioso vino de Lesbos, con o sin esclava que la escancie. Los nombres van acumulándose y, tras la pista del vino, de la cerveza y otros alcoholes, las resonancias de toda una tradición van haciéndose —hay que decirlo— embriagadoras: González Martínez y su “Elogio de la vid” (Silenter, 1909); la “embriaguez como un relámpago” de López Velarde (Zozobra, 1919); Alfonso Reyes y su arcaizante “Debate entre el vino y la cerveza” (1921). ¡La vida de continuas borracheras que uno se pondría sin alejarse de una biblioteca de poesía mexicana mínimamente bien constituida, con José Manuel Caballero Bonald como invitado!
En última instancia, el vino se filtra en la poesía —ya lo insinúa López Velarde— como un detonador del relámpago de la embriaguez, ese “don de la ebriedad” que otro poeta español, Claudio Rodríguez, nombra tan elocuentemente. Nada menos que la ebriedad como un don, como una dádiva prodigiosa, y unas gotas de alcohol señalando el camino hacia todas aquellas experiencias que, tras la expulsión de lo sagrado del espacio público, quedaron aisladas en sencillos libros de poesía.