Siempre tuve la inquietud de incursionar en la literatura. Pero entre las prisas del periodismo había sido imposible que mis ocurrencias descendieran a la pista de aterrizaje del papel. El tiempo, recurso escaso y no renovable, suele dilapidarse en sempiternos traslados en la gran ciudad, la cobertura de eventos protocolarios y la redacción de notas que encuentran la caducidad en el irremediable ahogo de la intrascendencia.
Una operación de garganta, y la prohibición médica de no hablar durante dos semanas, me otorgó por fin el espacio ideal para poder redactar. Sin molestias, pero tampoco sin pretextos. Aproveché los quince días que deberían estar destinados a mi recuperación y, por fin, logré confeccionar algunas historias.
Pero necesitaba un sinodal. Y fue entonces que me comuniqué con Víctor Manuel Pazarín.
Lo conocí en enero de 2013, cuando comencé a trabajar en La gaceta de la Universidad de Guadalajara. Al verlo, era imposible ser indiferente, Víctor Manuel era todo un personaje. Su característico sombrero, su bufanda y el bigote bien recortado. No solo era su imagen, pues su vocabulario diverso y exquisito era la locomotora que impulsaba conversaciones interminables en la oficina.
Pero lo más importante, sin duda, era su pluma. Aprendí de sus observaciones cuando revisaba y corregía mis textos. Con estoicismo franciscano solía enmendar algunos de mis entuertos. Era común que yo pudiera presumir una crónica o una entrevista gracias a que él me había arrojado un salvavidas en este río de tiburones que es el periodismo contrarreloj.
En las páginas de La gaceta y de los suplementos “O2”, “Mayahuel”, del Festival Internacional de Cine y “númerocero” de la Feria Internacional del Libro, disfrutamos de sus tremendas crónicas y ensayos sobre personajes como María Victoria, Jaime Humberto Hermosillo, Betsy Pecanins, Mario Benedetti o Chava Flores.
Pero la poesía era su pasión. Así lo dijo él mismo, en una entrevista por la publicación de Enredo, una antología que reunía treinta años de su obra poética:
“La poesía ha sido para mí un generador, como el alma de toda mi escritura, yo no puedo concebirme sino en ese estado siempre hipnótico que es el lenguaje poético”.
Solíamos coincidir en la máquina de café de la oficina. Era difícil zafarse de su deleitable conversación. Se decía preocupado por la ausencia de cultura general en los nuevos periodistas y, sobre todo, que los jóvenes ya no lean literatura. Como buen originario de Zapotlán el Grande, tierra de Juan José Arreola, llevaba el arte en las venas.
Tampoco le gustaba que los planes de estudio de las licenciaturas en periodismo de las universidades no cultivaran la redacción de géneros como la crónica. Temía que autores como Manuel Payno, Luis González Obregón, Renato Leduc o Salvador Novo fueran sepultados por la inmediatez y trivialidad del Tik Tok.
En alguno de esos pugilatos retóricos que no llegan a ningún lado, nos enseñó a Víctor Rivera (entrañable amigo y periodista) y a mí porque William Faulkner fue el progenitor literario de Gabriel García Márquez. Ahí me di cuenta que en literatura es más lo que nos une que lo que nos separa.
No voy a mentir diciendo que fui su mejor amigo. Es más, tampoco puedo decir que fuimos tan cercanos. Convivía más con otros compañeros, pero si me consta que nos teníamos aprecio.
Era un personaje admirado y por eso muchos lloraron su partida. Sus alumnos de literatura. Las y los compañeros de otros periódicos donde laboró, quienes coincidían en su profundidad intelectual y su bondad cristalina. Por supuesto, yo no era la excepción.
Con otros compañeros sí sostuvo una amistad más estrecha. Con el mismo Víctor Rivera, con Abraham Aréchiga —un indómito artista de la lente— y con Alberto Spiller —nuestro acucioso editor. Y por supuesto, con el director de La gaceta, José Luis Ulloa, con quien solía desayunar casi todos los días. Se tenían mutuo aprecio y se puede decir que Pazarín era algo así como su mano derecha.
Por esa estima que Pazarín me tenía, fue que me atreví a solicitarle ayuda con mis cuentos. Él, sin titubear, aceptó. Le mandé los borradores y dos semanas después me envió varias observaciones. Por supuesto, no faltaron los consejos que valían oro.
Nunca me habría imaginado que ese sería su último acto de generosidad hacia mí.
El sábado 10 de abril, Abraham Aréchiga me dio la noticia de su inesperada y lamentable partida. Yo no estaba en la ciudad pues se trataba de período vacacional y ya no pude despedirme.
“Así que al menos en estas líneas, a través de las letras, que fue como Pazarín mejor se expresó, intento agradecerle”.
Por las charlas, por los consejos, por las enseñanzas, por su amistad.
Leer los textos de alguien es uno de los mayores actos de afecto. El tiempo, recurso invaluable, es el regalo más preciado. Es algo que no se le obsequia a cualquiera. Y Pazarín lo hizo. Por mí y por muchas personas.
Hoy Pazarín trasciende a través de su bondad y por supuesto de su obra literaria. De su poesía. De su arte.
Y nadie mejor que el mismo Pazarín para decirlo. La escritura es una tabla de salvación. Escribir a veces puede ayudar a mantenernos vivos. Amados.
Como lo dijo en uno de sus últimos poemas: la escritura es como un colibrí…
Vuela,
nada,
gravita
e incendia la tarde.
Se aferra
a las ramas del guamúchil,
su larga aguja
consume
el corazón
de la flor.
Trae la vida.
El milagro
de estar
en la vida,
respirando…