La farsa descarnada

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El 1º de febrero de 1951, Kurt Vonneggut escribió una carta a su amigo, el crítico y poeta Walter J. Miller. En ella anunciaba su decisión de abandonar su empleo en la General Electric, para dedicarse de tiempo completo a la literatura. En esta declaración de intenciones, el escritor en ciernes daba toda una perorata alrededor de las escuelas del arte, y cómo tenía un profesor de antropología en la Universidad de Chicago, que le insistía en que no hay creadores solitarios, y que todas las grandes obras se inscriben en una tradición. Él en cambio –le insistía a su amigo en la misiva– no podía identificar a qué corriente podrían pertenecer sus textos y confesaba que daría su “brazo derecho por tener entusiasmo”.
El joven escritor fue consciente desde el principio que su literatura sería inclasificable. Hoy todavía, cuando se celebra alguna nueva antología de cuentos o alguna reedición de sus novelas, aparece como autor de ciencia-ficción, de literatura fantástica o satírica. El propio Vonnegut calificó a sus libros como “un mosaico de bromas”. Modesta definición si sabemos apreciar el delicado mecanismo de relojería de lo que están hechas sus ficciones más logradas. Él mismo confesó, en una entrevista con George Plimton, que era “un tecnócrata recalcitrante que cree que se puede pensar como el Modelo ‘T’ de Henry Ford”. El ensamblaje en línea de grandes visiones, diálogos hilarantes y las más alucinantes referencias científicas.
La incomprensión y lo inclasificable de la obra de Kurt Vonnegut alimentan su figura como escritor de culto. Esa estirpe de narradores, como los definiera Jorge Herralde en un reciente reportaje del suplemento “Babelia”, “con una voz propia, que sorprende, exige y excita al lector”. Para convertirse en un narrador reconocido, Vonnegut tuvo que sufrir la exclusión e incluso el rechazo de sus más próximos. En la entrevista que le hiciera Plimton para The Paris Review, señalaba que a sus familiares les daba gusto que fuera rico, pero que simplemente nunca serían capaces de leer una sola de sus obras. Sus libros estuvieron fuera del circuito de bibliotecas en Estados Unidos durante mucho tiempo, por ser considerados obscenos. Matadero cinco, señalaba Vonnegut en la misma conversación, “fue clasificado como cualquier película del tipo Garganta profunda o la revista Hustler”.

Ingenuos bebés
Pero Matadero cinco es todo menos pornografía. Sin dejar de lado el humor (el propio Kurt Vonnegut afirmó alguna vez que si no encontraba algo cómico en la historia que estaba escribiendo, siempre la abandonaba), la novela publicada en 1969, narra su experiencia como prisionero del ejército alemán durante la Segunda Guerra Mundial. Lo que hace diferente a este libro de todas las historias que se publicaron alrededor del conflicto es que Vonnegut fue testigo “privilegiado” del bombardeo a Dresde. Probablemente la matanza más grande de la Segunda Guerra Mundial (mayor que Hiroshima, incluso), en la que en una sola noche murieron alrededor de 135 mil personas. Una “tormenta de fuego increíble”, la describe el autor de origen alemán, pero al mismo tiempo una pesadilla difícil de narrar sin los elementos propios de la ciencia-ficción, como los viajes a través del tiempo e incluso a otros planetas. Vonnegut, no obstante, es claro al señalar que el bombardeo fue uno de los pocos momentos de realidad en su vida. Lo describió como “un acontecimiento elegante de ver, un buen comienzo. Un momento de verdad”.
La clave para que Matadero cinco no terminara siendo una apología de la guerra, señala Vonnegut en las primeras páginas de la novela, se la dio la esposa enojada de su amigo y también veterano Bernard V. O’ Hare, cuando se enteró de su plan de escribir algo sobre la Segunda Guerra Mundial. “Durante la guerra no eran más que unos niños”, le dice la enojada ama de casa. “Pretenderás hacer creer que eran verdaderos hombres, no unos niños, y un día serán representados en el cine por Frank Sinatra, John Wayne o cualquier otro de los encantadores y guerreros galanes de la pantalla. Y la guerra parecerá algo tan maravilloso, que tendremos muchas más”. “Asentí –señala Vonnegut–, era cierto, durante la guerra no éramos más que unos necios e ingenuos bebés, recién sacados del regazo de la madre”.
Esta noción infantilizada de la matanza le ayudó a construir su historia a partir de antihéroes, personajes patéticos perdidos en un conflicto que no entienden y preocupados más por sobrevivir y rescatar alguno que otro souvenir de guerra. Niños jugando a ser soldados. Como promesa a Mary O’ Hare (a quien además le dedicó el libro), publicó la novela con el largo título de Matadero cinco o la Cruzada de los niños, en referencia a los miles de pequeños de Francia y Alemania que en 1212, entre la cuarta y la quinta cruzada, intentaron rescatar el Santo sepulcro y viajaron hacia Jerusalén en una delirante misión. Motivo que también fue utilizado por Marcel Schwob para una de sus obras.

Grandes y peligrosos cerebros
En la entrevista que George Plimton y sus “chicos” le hicieron en la primavera de 1977, Kurt Vonnegut dijo que nunca había podido relacionarse con sus “ancestros literarios”. Declarado ateo, siempre disfrutó más la compañía de científicos que de escritores. Antes de enlistarse para la guerra, a Vonnegut le interesa la bioquímica, y al regresar de Alemania se decanta por la antropología y estudia en la Universidad de Chicago. Aunque nunca terminó la carrera (dejó su tesis por entrar a trabajar en la General Electric), son precisamente la antropología y la bioquímica lo que permea sus novelas y cuentos.
Quizá la novela que entra de lleno en el género de ciencia-ficción es Galápagos. Relatada un millón de años después de 1986 por el fantasma de Leon Trout, marinero y constructor de barcos, decapitado, la historia gira alrededor del crucero Bahía de Darwin, que se embarcará en el “Crucero del Siglo para el Conocimiento de la Naturaleza” hacia las islas Galápagos. La tripulación está formada por una colorida troupe de empresarios estadounidenses, viudas, cazafortunas y científicos japoneses, más unas niñas de la casi extinta tribu amazónica, los kanka-bonos. Lo adereza un robot de bolsillo, “Mandarax”, experto en traducir todas las lenguas y encontrar citas eruditas sobre casi cualquier cosa.
Galápagos está situada en un contexto mundial parecido al actual. Crisis económica y ambiental, conflictos armados por doquier y una irresponsable fe en las bondades de la tecnología. Los óvulos de todas las mujeres comienzan a morir a escala planetaria, mientras se desata una Tercera Guerra Mundial. Sólo sobrevivirán los tripulantes del Bahía de Darwin. Una nueva especie de seres humanos se desarrollará en este nuevo experimento de la selección natural. Con hocicos más desarrollados y cráneos más pequeños, la nueva raza humana abandonará su confianza en el futuro y se limitará nuevamente a recolectar y cazar en las islas ecuatorianas. Galápagos es, sobre todo, una crítica al progreso. Dice el marinero Leon Trout: “En cuanto a ese desconcertante entusiasmo con que hace un millón de años se transfirieron a las máquinas tantas actividades humanas: ¿qué podría haber significado sino que la gente reconocía una vez más que el cerebro no les servía para nada”. Esos “grandes y vanidosos cerebros”, acusa el fantasma-narrador, son los responsables de llevar a la humanidad casi a la extinción. Esta novela forma parte de las grandes distopías de autores de la talla de Aldous Huxley, George Orwell, Karel Capek y Anthony Burgess. El propio Kurt Vonnegut dijo alguna vez que todo escritor debía “destruir al mundo en sus ficciones por lo menos una vez”.
Y el narrador nacido en Indianápolis en 1922, lo hizo más de una vez, tanto en sus novelas como en sus cuentos, siempre pensando en el lector, en su particular placer. Hasta el final de su vida escribió sátiras sólo comparables a las de Jonathan Swift y Mark Twain. Nos hizo sonreír y ver al pajarito, antes de asestarnos un golpe en el rostro.

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