La hora de los objetos: instrumentos musicales

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La vida, sin música, sería menos. Ella acompaña al ser humano desde el inicio de su pensar. Así lo demuestran los hallazgos arqueológicos regados por todas partes del mundo. Será porque el corazón lleva un ritmo y el intelecto le agrega la melodía. Así como las herramientas han evolucionado en su servir al hombre, los instrumentos musicales lo han hecho para su complacer. Y cada instrumento tiene su historia unida a un músico. Es una relación, digamos espiritual, porque casi uno se debe al otro. Casi, porque el ser humano al silbar hace de su cuerpo un instrumento musical. Y el instrumento sin el músico, queda en eso. A continuación se presentan breves estampas, recuerdos, hilos de voz. Del músico y su instrumento.

Bombardino

Su verdadero nombre lo conocí hace días. Por décadas fue simplemente La onza. Ningún músico se adjudicó el bautismo o la razón. La mayor parte del año permanecía colgada de un clavo, atada a una faja roída. Ella, si por el apodo, o él, por su verdadero nombre, trabajaba unas horas dos veces al año: el 16 de septiembre y el 20 de noviembre en el desfile.

Llegó en calidad de préstamo con la promesa de compra. Algunos recuerdos afirman que su dueño era del Grupo Corona, una orquesta desaparecida de Catarina segundo barrio, conocida esa delegación también como La Pala o por su nombre oficial, general Andrés Figueroa. Lo cierto es que nunca fue comprada ni devuelta. Ni el dueño presentó reclamo alguno.

Los años pasaron. Los músicos que la tocaban envejecieron y murieron. La onza cayó del clavo y la postrera caída del tejabán donde se resguardaba acabó con su figura. Ahora luce aplastada, como tortilla seca.

El instrumento musical llamado bombardino, eufonio o la onza, emite un sonido grave y suave, un intermedio entre trompeta y trombón de vara. Se le conoce también como el violonchelo de los metales. Es una tuba si bemol que al interpretar un bolero (“Toda una vida”, por ejemplo), la melodía duele en lo hondo del corazón. De inmediato se impone un tequila derecho. Ella es un recuerdo de otros tiempos, de aquellas marchas mexicanas que ya nadie interpreta. Aquellos solos del bombardino en “Matías Ramos” o “Lindas mexicanas” son inolvidables; junto al desfile y la bandera. Su origen es desde el siglo XIX en Alemania. Se posesionó en España y ahí se luce en el pasodoble. “Cielo andaluz” y “El gato montés” estarían incompletos sin su cantar.

Me han dicho que por la zona del Hospital Civil de Guadalajara —por la calle de Humboldt— está un taller especializado en la reparación de instrumentos de metal. Trompetas, cornos, trombones y más recobran ahí la vida perdida por las inclemencias del trabajo o por la borrachera de su músico.

La onza está triste y muda desde el día del derrumbe. Urge llevarla al taller.

Violín

«Alejandra, ¿dónde están las llaves de la mañana?», le preguntó un día mi padre Salvador, a mi madre. Ella contestó: «Junto al violín». Amanecía en Zacoalco y mi padre iba ese día, cosa rara, a misa primera.

El violín fue el instrumento musical por excelencia de mi padre y por ende de la familia. En la casa paterna descansaban trompetas, saxofones, la batería, el bajo y la guitarra. Más un inmenso archivo de cumbias, boleros y chachachás, entre otros ritmos; era la sede oficial de la orquesta.

Mi padre tocaba, además, el violonchelo, la trompeta y la batería. Por pláticas supimos que también el chelo. Pero era el violín quien iluminaba la casa. «Con el violín me mantengo donde quiera», afirmaba con orgullo. Una mañana, en Pátzcuaro, paseaban él, mi madre y mi hermana junto a otros zacoalquenses. Se acercó un mariachi a ofrecer sus servicios. «Gracias», les contestó mi padre. «Nomás de mi pan no me den». Incrédulos los mariacheros, insistieron. Mi padre les pidió un violín, lo pulsó y corrigió la afinación. Juntos interpretaron “Janitzio”, de Agustín Lara. Al término le dijeron: «Si busca trabajo, aquí con nosotros».

Una tarde, con mis hermanos —éramos niños entonces—, veíamos Don Gato y su pandilla por la televisión. En una de esas salió Benito Bodoque tocando el violín. Reímos con ganas y más cuando llegó mi padre y preguntó: «¿De qué se ríen?»

Para la celebración del día de Santa Cecilia se juntaban algunos músicos de la vieja guardia para estudiar la Misa Prima Pontificalis, de Perosi. Eran tardes enteras entregados —no se exagera—, en cuerpo y alma al estudio. Conforme se acercaba la fecha, 22 de noviembre, los nervios subían y la paciencia terminaba. Y como cada año, tres días antes de la presentación, se declaraban vencidos y se hacían la promesa, solemne, de ganarle más en tiempo al estudio para el próximo. El conjunto musical estaba formado por un organista, un contrabajo, la guitarra, un chelo y dos violines. Así fue pasando el tiempo. Los músicos envejecieron y se fueron muriendo. Hace años, en una disquera, encontré el disco con la pontifical de Perosi. Recordé aquellas horas inmensas de estudio, y en honor a ellos, lo compré.

Sólo una vez mi padre no pudo tocar el violín. Estaban en una misa. Se acostumbraba por aquellos ayeres, a la hora de la consagración, la quema de una ristra de cohetones. El cura elevó la hostia y el cohetero inició la quema. El violín tronó de inmediato. Una rajadura como de siete centímetros lo dañó por lo largo. Mi padre se puso triste. Platicaban los músicos que no se movió de la banca todo el tiempo restante de la misa. Y agregaban alegres: pero sí cobró por el servicio.

Contrabajo

Es el instrumento musical de madera más grande; de tesitura grave se considera de cuerda frotada por arco. Bajo o contrabajo son sus nombres conocidos, aunque también se le dice violón, quizá porque allá en sus orígenes en el siglo XVI, había un instrumento llamado violone y tenían, ambos, cierto parecido. En Zacoalco, la ahora desaparecida orquesta de mi padre lo lucía en distintas fiestas en las décadas del cuarenta al sesenta del siglo pasado. Otra orquesta zacoalquense, la de Conrado Bonilla, está, por los años cincuenta del siglo pasado, en Cuyutlán y un músico, serio para la foto, sostiene el contrabajo de madera.

El tololoche es un bajo popular que acompaña principalmente a los grupos norteños. Se dice que su nombre proviene del maya e incluso se anota, sin poder comprobar, el nombre del laudero. La característica de este instrumento es que se toca punteado con los dedos a manera de pizzicato. Esto permite que se pueda chicotear como lo hacen en el norte del país. Acá en el Occidente el grupo Tumbiecha de Michoacán lo hace cuando interpreta “El Ponteduro”, mejor conocido como “Arriba Pichátaro”. El sonido del tololoche es de menor calidad que los bajos de las orquestas sinfónicas. Su madera (del tololoche) es generalmente de pino y se hace de manera rústica. Los adornos que portan en las orillas son para disimular los errores en su hechura.

El bajo al que se hace referencia en la orquesta de mi padre, lo compró mi abuela (Felícitas Febronia para todo mundo), para que uno de mis primos se enseñara a músico. Como era niño, lo subían a un equipalito para que alcanzara el mástil: lo punteaba retirado del puente por tener todavía los brazos pequeños. El primo creció y se fue a Los Ángeles: el bajo se quedó en la orquesta. Pasaron los años. Mi hermano Heliodoro se enseñó a tocar el bajo como marca el canon: con el arco. De ahí pasó a su cuidado para pocos servicios: misas y las serenatas. O también cuando tocaban de cuerda o de orquestita, como le decían ellos.

Los comentarios del bajo los platicó, varias veces, mi padre. Agregó: “Lo hemos reparado mucho. Ya le cambiamos la caja de armonía, el cordal, el puente, el mástil…”. Soltamos la risa. Del bajo original sólo quedaba la cabeza y la pata.

Una anécdota. Un día iban presurosos a tocar a una misa. Entrando al templo sonaron las campanas dando la última. Los músicos se repartieron las partituras y por equivocación le dieron las del violín a mi tío Dionisio, que tocaba el bajo y a mi tío Jesús le dieron las del bajo. Empezaron. A los primeros compases se dieron cuenta del error. Mi tío Dionisio tocaba con apresuramiento y mi tío con lentitud. Intercambiaron las partituras, pero la risa no la pudieron controlar.

La modernidad le llegó también al bajo. La tecnología lo convirtió en forma de guitarra eléctrica y con bocina. El spanglish también pegó entre los músicos: ya no tocan el bajo, sino el bas.

Violonchelo

Este instrumento musical está ubicado entre las cuerdas en una orquesta sinfónica. Por su tamaño, de mayor a menor, primero es el contrabajo, le sigue el violonchelo, la viola y el violín. «Voz de cielo» significa su nombre. Se le otorga el parecido de su sonido a la voz humana.

Su origen es italiano. De ahí que su escritura sea violoncello. En español se escribe violonchelo o simplemente chelo. El músico que lo ejecuta recibe el nombre de chelista. En el siglo XVI hizo su aparición este instrumento musical y ya para el siguiente estaba ubicado en las orquestas sinfónicas vienesas, por lo que se deduce su importancia.

Los valses mexicanos sin el sonido del chelo son inconcebibles. Es ahí un cantar que brota entre la garganta y el corazón. El vals “Recuerdo”, de Alberto A. Alvarado, une la nostalgia con el sonido grave del chelo: el recuerdo se vuelve tristeza.

Mi padre tocaba el chelo, entre otros instrumentos. Nunca lo miré ejecutarlo. Mi madre platicaba con nostalgia aquellos tiempos. En una entrevista que le hicieron para el periódico Mural, de Guadalajara, él sostuvo que lo tocaba «armonizante». Mi tío Helidoro también lo ejecutaba. A él tampoco lo escuché, como tampoco a mi primo Edmundo. El primero por su prematura muerte y el segundo por su ida a Los Ángeles. Mundo, mejor conocido por su apodo, dejó su chelo recargado en una esquina de su recámara. Ahí estuvo por años. A su regreso decidió al menos limpiar su instrumento musical. Sorpresa. Se quedó con el mástil y la cabeza en la mano. Todo lo demás se deshizo por la polilla.

En un aniversario de la corresponsalía Guadalajara del Seminario de Cultura Mexicana, entre los festejos estuvo la participación, en el Teatro Degollado, de Carlos Prieto, el chelista mexicano. Salió al escenario justo cargando su instrumento. Puedo jurar que esa vez fue la primera en que escuché el verdadero sonido de un chelo. En las manos de Prieto, el instrumento era una voz en su pleno cantar. Carlos Prieto cuenta que cuando viaja no se separa de él. Incluso al abordar el avión compra dos boletos: uno para Carlos, otro para Chelo Prieto.

Y me sostengo: leer Pedro Páramo es encontrarse con la melodía entonada por un chelo.

* Salvador Encarnación es profesor en la Preparatoria Regional de Zacoalco (UDG).

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