Fernando Vallejo Rendón nació en Medellín, Colombia en 1942, pero reside en México desde 1971. En 2007 adoptó nuestro pasaporte de águila devoradora y renunció al de cóndor azorado que lo había acompañado a la Cinencittí de Roma para estudiar el arte del celuloide cuando el neorrealismo aún estaba fresco. Esto fue tiempo antes de volver a las letras, que había abandonado tras apenas un año en la Universidad Nacional de Colombia para pasarse a la Pontificia Universidad Javeriana y obtener el título de biólogo.
Detalles biográficos de más o de menos, algunos de los temas centrales de la obra de Fernando Vallejo ya son evidentes en tan sintetizado currículum, desde su primera juventud y a lo largo de una obra prolífica que será reconocida con el premio de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara en el acto inaugural de este próximo 26 de noviembre: el retrato cotidiano de la violencia fruto del narcotráfico, la corrupción y la inmoralidad tanto en la sociedad colombiana como en la de México; su amor y activismo por los animales de sistema nervioso complejo, y su desprecio también activo por la Iglesia católica.
Irónico y franco siempre que habla en público, las polémicas declaraciones de Fernando Vallejo suelen alzar conjeturas de carácter político cada vez que se le otorga una distinción: ocurrió en 2003 cuando su novela El desbarrancadero mereció el premio Rómulo Gallegos, y más recientemente en 2009 cuando fue nombrado doctor Honoris causa en la que fue su primera alma mater.
Esta vez tampoco sería la excepción: mientras algunos se revolvían incómodos o risueños por lo bajo cuando Vallejo se declaraba enemigo de la religión católica y denunciaba la “venda moral” que le ha impuesto a la sociedad occidental, otros se preguntaban si no se trata de una elección políticamente correcta premiar a un escritor políticamente incorrecto, el que inauguró el dudoso género de la “narconovela”, y además un hombre tan de Colombia como de México que no tiene empacho en equiparar ambas desgracias nacionales.
“México está recorriendo un camino que —en lo que a narcotráfico se refiere— Colombia recorrió hace 20 años. Y Colombia está recorriendo un camino que recorrió México hace cincuenta o cien, y que sigue recorriendo: el que recorrió el PRI, el de la corrupción política, el de la injusticia y el cinismo más descarado y más ladrón de la clase política vigente, de estos servidores públicos. ¿Qué quiere decir esto? Que México se está colombianizando o ya se colombianizó y que Colombia ya se mexicanizó. Nos repartimos los males. Somos países hermanos”, dijo este 29 de agosto vía telefónica durante la rueda de prensa que anunció el fallo, la cual presidieron Marco Antonio Cortés, Rector de la Universidad de Guadalajara; Raúl Padilla López, presidente de la FIL; Nubia Macías, directora de la FIL; Dulce María Zúñiga, coordinadora del premio; Jorge Volpi, representante del jurado; Consuelo Sáizar, presidenta del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, y Alejandro Cravioto, secretario de Cultura de Jalisco.
Pero esta sospecha conspiracionista no puede ser cierta, si confiamos en el criterio literario del prestigioso jurado, y creemos que han tomado en cuenta las ideas del propio autor desmenuzadas en Logoi, un ensayo fruto del esclarecimiento por contraste al llevar el acento en la lengua por tierra extraña aunque también hispana: “Todo discurso, todo poema, todo ensayo, toda novela en cualquier lengua o momento en esta historia está compuesta en un idioma que sólo en parte coincide con la forma hablada. ¿En qué parte? En unas cuantas palabras y giros sintácticos. El resto es literatura”, consigna en la introducción de este vasto estudio que es el puente entre su trabajo cinematográfico y su obra de pluma.
Cuestionado respecto al innegable tono provocador de su literatura, dijo hace poco más de un año a Jesús Silva Herzog en su programa de W radio que nunca ha escrito para provocar ni escandalizar: “Lo que pasa es que la gente se escandaliza con la verdad, o al menos con la mía. Como ya nadie dice lo que piensa y todo es políticamente correcto… que es un sinónimo de hipocresía, de tartufería”.
Así, aunque su deprecio generalizado hacia los políticos (“granujas”, “bellacos” y “aprovechadores públicos” los llama) y la fantasía del cursillo en las oficinas del PRI son temas que repite con frecuencia en entrevistas, lo premiado no es la impostura ni el escarnio: es la forma de fabularlo a la mañana siguiente de la primera noche del narrador con Alexis, en La virgen de los sicarios, entre el enamoramiento naciente por el púber y la visita a la farmacia por unos tapones para mitigar el estrépito de la música vulgar del angelito sicario, cuando presencia un atraco que termina en muerto: “El ‘presunto’ asesino, como diría la prensa hablada y escrita, muy respetuosa ella de los derechos humanos. Con eso de que aquí, en este país de leyes y constituciones, democrático, no es culpable nadie hasta que no lo condenen, y no lo condenan si no lo juzgan y no lo juzgan si no lo agarran, y si lo agarran lo sueltan… La ley de Colombia es la impunidad y nuestro primer delincuente impune es el presidente, que a estas horas debe de andar parrandeándose el país y el puesto. ¿En dónde? En Japón, en México… en México haciendo un cursillo”.
Es el manto de la literatura que se teje casi impalpable, con las palabras (y los hechos) de todos los días pero con la aguja del arte. Y si ya quedaron hechas las paces con Mario Vargas Llosa en la marejada de artículos, opiniones y cartas de felicitación que rodearon su reciente premio Nobel, ¿por qué no queda la distinción saldada?
Dicha distinción aplica también a sus consideraciones morales, en las que suelen salir más compadecidos los pobres cerdos acuchillados en el obrador que los niños de Maciel: “El de la pederastia no es un crimen, es una tontería: ¿Qué importancia tiene que un cura masturbe a un muchachito? El muchachito se irá a masturbar a su casa”, dijo a un titubeante Silva Herzog en la misma entrevista. En tales consideraciones, la “diferencia monstruosa” entre un atropello y otro es que el hombre “se defiende solo y se atropella solo”, razón por la cual ni siquiera los ecologistas le valen, pues “ellos defienden la naturaleza para bien del hombre”.
Por eso, ¿a quién que haya leído siquiera libro y medio de Vallejo le sorprende ni una sola de sus declaraciones? Si además de todo lo antes dicho, tampoco la memoria de don Rufino José Cuervo, el filólogo y erudito colombiano del siglo XIX, es una novedad, sino una inspiración constante que sale a cuento en su prosa con cierta frecuencia, preocupada igualmente por el pasado de fastuosos gramáticos de Colombia, ahora fuente exportadora de “narcovocabulario”.
Y lo mismo, otra vez, aplica para su declarada amargura y la vida vacía que —dice—entretiene a veces escribiendo y observando las reacciones, pues no sólo en las cinco novelas autobiográficas que componen la pentalogía El río del tiempo queda expuesta su persona, sino que la obsesión por la inminencia de la muerte, el amor entre prójimos sin importar especie, sexo, edad ni nada, el prodigio que es la gramática y sus duros juicios morales se mezclan todos sin inhibiciones en el artificio del lenguaje literario que conoció primero por disección, luego por procreación.