Además de coloridas banderitas, en México las fiestas populares, verbenas y romerías se acompañan de alcohol, elemento fundamental para exacerbar la fe, el entusiasmo y hasta el deseo sexual. Ahí vamos todos conectados con el espíritu de la fiesta, en donde a fin de cuentas poco importa si nos convocó “la llevada de la virgen” o los 15 años de la vecina en la clásica fiesta de cerrada de cuadra. La celebración pública, la que nos lleva en grandes grupos al espacio abierto debe unirse en sociedad indisoluble con el vino, pues es éste quien se encargará de sacar lo que aún queda guardado en la consciencia.
Con estos ingredientes abre sus puertas el Teatro Estudio Diana al espectáculo de cabaret La procesión de la Santa Mentira. El asistente, apenas ingresa, se encuentra con una barra en la que para calentar el ánimo es posible comprar algún trago que acompañe la noche y sus excesos de brillos y milagritos.
Se trata de una idea original del joven creador Copatzin Borbón, junto a la producción de Laura López Marín. Este equipo trajo a Guadalajara a Tito Vasconcelos, uno de los representantes nacionales más sólidos de este género escénico, para que se encargara de la dirección, así como al creador Hernán del Riego, responsable de la composición y los arreglos musicales.
La loquísima Trinidad
El teatro cabaret, de larga tradición en la capital del país, en Guadalajara ha mantenido su presencia con intermitencia. Resulta extraño y en algunos sentidos, incomprensible, que este género escénico apenas aparezca en lo que va del siglo XXI. Por un lado esta ciudad siempre ha contado con una sólida lista de creadores y artistas escénicos que contra el viento de las sucesiones gubernamentales y sus raquíticos presupuestos culturales, ha conseguido sobrevivir. Por otro lado, en Jalisco, y concretamente en Guadalajara, el mal gobierno pareciera eternizarse, puesto que el color partidista no le ha significado al ciudadano común cambios significativos.
Reconocer este estado de cosas implica también aceptar que la vida social tapatía posee una condición de caldo de cultivo para el cabaret, de tal suerte que La procesión de la Santa Mentira llega en un buen momento. Copatzin Borbón es él y es muchos a la vez. Poco después de la tercera llamada y una vez aclarada la convención de reconocer mutuamente la presencia del otro, actor y público reciben a Trini, caricatura del ratón de iglesia, que en el ocio culposo de la mujer mexicana pobre, no le queda otra salida que volcarse a la fe como oficio y a la vez, camino a la salvación. Entonces comenzamos a transitar por una ruta histórica de la Iglesia católica. Construida de manera extraña y variopinta, este camino por los desatinos, trampas e imperdonables pecados de la institución romana, tiene un claro destino: la reivindicación de la lucha homosexual. Si bien Borbón considera asuntos y personajes políticos para hacer señalamientos sobre temas económicos, electorales, etcétera, todos ellos tienen un carácter periférico frente a la colorida bandera del orgullo gay.
Tonantzin en high heels
El cabaret nos remite al sabor añejo de lo popular, al burlesque, a las señoras con poca ropa, al grito soez del desposeído que encuentra en la desnudez del cuerpo y la procacidad del vocabulario, una forma de aguantar el peso de la vida. Este es otro cabaret, otro espacio, otro momento histórico y sobre todo, otro público. Quienes asistimos a la Procesión de la Santa Mentira compartimos la postura crítica de Borbón frente a la Iglesia católica y sus desastres, condición que explica nuestra risa ante sus dichos, así como las reacciones positivas a sus hallazgos escénicos, que no son pocos. Por ello considero que quizá no haya que insistir tanto en evangelizar a la audiencia y sí, en el humor.
Son estas mismas razones por las que creo que Borbón debería repensar a su público, quienes asisten y por qué, al hacerlo Copatzin y sus maravillosas diosas vírgenes y madres a las que da vida, conseguirán mantener el género en la ciudad y también hará crecer la calidad de un espectáculo que ya es divertido y recomendable.