¿Y si la muerte no fuera otra cosa que ruido?
Don DeLillo

Hace casi cuarenta años fue publicada por primera vez Ruido de fondo (1985), de Don DeLillo. Saber esto no es lo más importante, ni tampoco que fue su octava novela publicada. En cambio, saber que se trata de un cuerpo textual abundante en ideas turbadoras, filosóficas, políticas y científicas, sí que resulta importante, y necesario advertirlo. Asimismo, Ruido de fondo fue premiada con el National Book Award en 1985.

Saber que Don DeLillo (1936) es un escritor neoyorkino, ganador de numerosos premios literarios, quizás, tampoco resulta muy importante. Lo que sí hay que resaltar es que leer los textos de este autor es tanto como ingresar en mundos en los que los personajes viven por el poder de sus ideas. Es decir, no son sólo nombres o sobrenombres que hacen referencia a figuraciones humanas, o que funcionan como las marionetas de un fatuo escritor. Antes bien, son personajes -incluyendo al narrador, cuya fuerza expresiva nos permite experimentar una gran cantidad de sensaciones, de ideas y de emociones que nos colman de inquietud y de asombro- quienes hacen del tiempo de la palabra un instante y, de la idea, una huella que, para no olvidarla, precisa que sea señalada.

Uno de los primeros subrayados que hice en Ruido de fondo, dice: “Babette y yo solemos conversar en la cocina. En nuestra casa, la cocina y el dormitorio constituyen las estancias principales, los centros de poder, las fuentes”. Delimitar así un espacio al que solemos llamar casa habitación -o residencia-, es la vía que nos induce a experimentar las otras zonas de poder energético que han sido distribuidas en el mundo espacial de la novela que estamos considerando en este artículo.

Don DeLillo.

Saber que la cocina y el dormitorio son espacios de poder, es aceptar que donde se cocinan los alimentos y, también, donde se duerme y se sueña, donde se ama y se hacen íntimas confidencias, son los espacios vitales, son los espacios cuya temporalidad se llena con el multifacético sentido que le dan Bebette y el narrador (Jack Gladney), ambos personajes provenientes de varios matrimonios, junto con los hijos e hijastros de ambos.

De entre toda esa constelación familiar, llama particularmente la atención un adolescente llamado Heinrich, hijo de Jack Gladney y de Janet Savory (la segunda exesposa), un chico de catorce años, quien le dice a Jack, su padre, mientras van en coche con rumbo al colegio:

-¿Nuestros sentidos? Nuestros sentidos se equivocan con mucha mayor frecuencia de la que aciertan […] ¿Acaso no has oído hablar de todos esos teoremas que afirman que nada es lo que parece? El pasado, el presente y el futuro no existen fuera de nuestras mentes. Lo que llamamos leyes de la dinámica no son más que un timo monumental. Hasta el sonido puede engañar a la mente. El hecho de que no oigas un sonido no significa que éste no se produzca. Los perros pueden oírlo. Otros animales también. Y estoy seguro de que existen sonidos que ni siquiera los perros consiguen oír.

Después de leer esto que ha dicho Heinrich -el nerd de la familia-, me surgieron las siguientes cuestiones: ¿Será que he aprendido de manera equivocada; que todo lo que sé proviene de un error o de una permanente equivocación? Si nuestros sentidos nos engañan y si nada de lo que captamos por los sentidos es lo que parece, luego, ¿qué es entonces lo que aprehendemos; qué es lo que percibimos; qué es eso que llamamos realidad -en tanto objeto de conocimiento?

La respuesta está en el viento, diría el buen Bob Dylan.

De las reseñas que he leído sobre esta novela de Don DeLillo, la mayoría se concentra en Jack Gladney, profesor universitario que trabaja en el “College-on-the-Hill”, quien logró su carrera académica a partir de generar un proyecto de estudios sobre la vida y la obra de Adolf Hitler, siendo lo más sorprendente que, sin saber alemán, el profesor Gladney haya podido mantenerse como el especialista. Sin duda, es importante destacar esta idea producto de una mente marcadamente irónica. Pero lo más relevante no está en saber esto, sino en reconocer cómo es que la vida familiar, la universitaria y la vida social en toda su extensión, transcurren habitualmente dentro de un ruido de fondo.

En el mundo donde vive Jack Gladney, que es quien nos narra sobre la vida en Blacksmith, donde existen y conviven Babette (la quinta esposa), los hijos e hijastros de ambos, el singular amigo de Jack: Murray Jay Suskind, y otros tantos personajes (people strange), se escucha el White Noise de una manera inquietante:

[…] Denise depositó una húmeda bolsa de basura en el triturador de la cocina y lo puso en marcha. El émbolo se disparó hacia abajo con un ruido espantoso y desgarrador repleto de sugerencias mágicas. Los niños entraban y salían de la cocina, el grifo goteaba sobre la pila, la lavadora palpitaba en el pasillo de entrada. Murray parecía absorto por la acumulación de sucesos. Metales gimientes, botellas que estallaban, plásticos aplastados. Denise escuchaba atentamente, asegurándose de que el estruendo del destrozo contuviera los elementos sonoros adecuados, lo que indicaría que la máquina estaba funcionando correctamente.

Decir que la máquina estaba funcionando correctamente, nos permite percibirnos a nosotros mismos dentro de un mundo de cotidiano caos; como ya lo había descrito poderosamente Félix Guattari en su famosa obra Caosmosis. Sólo que a diferencia de Guattari, Don DeLillo nos va dirigiendo de una manera sutil, gradual e inminente -con el entramado de un relato novelado-, hasta percibir y percibirnos dentro de un caos catastrófico.

El mundo por donde transitamos -parece sugerirnos el profesor Gladney-, es el mundo de la vida y de la muerte inevitable.

“Los tibetanos intentan contemplar la muerte tal y como es. Como el fin de nuestro apego a las cosas”. ¿Por qué le dice esto, Murray a Babette? Porque en la novela sabemos que ella padece una angustia existencial, la cual la lleva a interrogar en varios momentos a su esposo Jack Gladney: “¿Quién de los dos morirá primero?”

Pero mientras vivimos, según el mismo Murray: “Todo está disfrazado por el simbolismo, oculto por velos de misterio y capas de material cultural […] Grandes puertas que se abren y se cierran espontáneamente. Ondas de energía, radiación incidente”. Es así que dentro del permanente ruido de fondo, de pronto, nuestras energías sensoriales e intelectuales habrán de verse afectadas, de vez en cuando, por el asombroso e inesperado suceso que llega con las intempestivas catástrofes. En este sentido, dice Alfonse -uno de los profesores del departamento donde trabaja Murray Jay Suskind-: “Necesitamos una catástrofe de vez en cuando para interrumpir el incesante bombardeo de información”.

La muerte es ese ruido de fondo que siempre nos está acechando, o acompañando, como le diría Don Juan Matus a Carlos Castañeda en Una realidad aparte. La muerte es, en efecto, ese ruido de fondo que está permeando en el mundo de la novela de Don DeLillo. Efectivamente, esta clase de ruido fue la que más acabó inquietándome.

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