El trabajo del poeta es amasar nuevos mundos. Sus manos son intangibles y su materia prima no es ni siquiera etérea, palabras. Sin embargo, algunos desisten y se van. Los escritores suicidas.
Desde el furor del romanticismo por la muerte como un instante sublime, desde las oleadas de entusiastas asesinos de sí mismos que desató el Werther de Goethe; con tantos ejemplos ilustres, son muchos todavía los que conservan la idea de que la autoinmolación acompaña al genio. El cliché del escritor incomprendido, agobiado por la conciencia de su fatalidad, torturado por su capacidad creadora y su condición de pequeño dios.
Héctor Abad Faciolince escribió hace poco en El País que el único riesgo profesional de los escritores es el suicidio. Como también dice, harían falta estadísticas para saberlo a ciencia cierta, pero sin duda las raíces de este pensamiento son profundas y bien extendidas entre los aspirantes a escritor y los lectores en general.
Y sí, Virginia Woolf se ahogó con el abrigo lleno de piedras; Celan se dejó llevar por la primavera del Sena, y Alfonsina Storni se vistió de mar. Sí, Pizarnik se llenó la boca de seconal cuando tenía 36 años; Akutagawa se mató con veronal, 35 años y 20 libros a cuestas; Pavese a los 42 huyó también con barbitúricos. Sí, Lugones con whisky, cianuro, vejez y remordimientos. Hemingway se puso una bala en la cabeza, perseguido por el alzheimer y el tratamiento de electroshocks. Jorge Cuesta aprovechó una breve ausencia de las enfermeras para colgarse con las sábanas de su cama del hospital psiquiátrico. Poco antes se había acuchillado los genitales.
Sylvia Plath dejó sobre la mesa de la cocina la leche y el pan, recostó su cabeza en el horno y abrió la llave del gas. De Kawabata no hay certeza sobre la voluntad o no, pero también fue por gas. John Kennedy Toole tuvo el ingenio de colocar una manguera que conectara el escape de su coche con la ventanilla del conductor. Once años después, su madre logró publicar la novela cuyo rechazo editorial lo deprimió tanto, La conjura de los necios, que ganó el premio Pulitzer de manera póstuma.
Muchas horas de otras vidas se han dedicado a rastrear en sus obras pistas, guiños, premoniciones. Hay casos fáciles y evidentes como el de Rigaut, que casi no habla más que de eso. Mishima asimismo reflexionó largamente este asunto, por ejemplo, en “El muchacho que escribía poesía”.
Pero por otro lado está Enrique Vila-Matas, que ha escrito 12 cuentos de personas que de un modo u otro se suprimen a sí mismas: Suicidios ejemplares. Está Cioran, que escribió tanto del suicidio que muchos de sus discípulos aprendieron bien la lección; pero él no. Dijo una vez: “Sin la posibilidad del suicidio hace tiempo que me hubiera matado”, y como esa posibilidad persiste hasta el momento mismo de la muerte, nunca tuvo que recurrir a ella, conveniente y lógico hasta el final. Está Shakespeare con su Ofelia ahogada entre flores. Están Tolstoi y el terrible tren de Ana Karenina, Flaubert y Emma Bovary, Jeffrey Eugenides y sus Vírgenes suicidas.
Si imaginar suicidas, si filosofar el suicidio, si narrar vívidamente el morir voluntario, si crear un mundo imaginario para matarse en él es una pista, un guiño, una premonición, entonces Flaubert no se hubiera ido de la mano de una hemorragia cerebral, ni Tolstoi hubiera esperado a morir en el principio del invierno de 1910, y Eugenides no viviría ahora, como lo hace, dando clases en Princeton y disfrutando la gloria de un Pulitzer.
Han corrido ríos de tinta explicando las relaciones de un personaje, una línea, un verso, un adjetivo con sus vidas atormentadas. Y no está del todo equivocada esta perspectiva: la constante, lo que a todos perseguía es la fatalidad. En nadie fue tan evidente como en Quiroga, su vida fue una sucesión de muertes infortunadas, la de su padre, accidental; la bala que se le escapó y sin querer mató a su mejor amigo; el suicidio de su esposa Ana María, de tedio y horror en la selva argentina. A los 58 años, Horacio prefirió el cianuro que el cáncer.
Así, las biografías pueden seguir y seguir, todas rematadas de desgracias personales. A excepción del seppuku de Mishima en el cuartel general de Tokio para incitar un golpe de Estado y restaurar el perdido honor imperial de Japón; o según otras versiones, como un performance extremo del código ético samurai, el bushido; o quizás un poco por cada razón, en todo caso el desentrañamiento ritual de Mishima es el único que puede considerarse en sí mismo un acto poético: la tradición misma exige un poema (zeppitsu o yuigon) justo antes de clavar la daga en el costado izquierdo para rasgar la piel y las vísceras hacia la derecha y, si aún hay fuerza vital, continuar hacia arriba hasta el esternón. Con esta excepción, todas las salidas forzadas de esta vida nuestra tienen mucho más que ver con la condición humana que con la condición poética del suicida.
Olvidamos demasiado que los escritores, son en primer lugar humanos, primordialmente humanos, esencialmente humanos. Y sólo en breves instantes logran sublimarse. El instante poético, la ráfaga morada —como de yodo— se diluye tan pronto se termina el eco de las palabras. Mortales como cualquiera, desilusionados, bipolares, enfermos terminales, con corazones rotos, bolsillos vacíos, o desahuciados políticos, tras desentrañarse las palabras, sólo les queda lo que tienen de humano.