Alfredo R. Cedillo
Ricardo Piglia disertó sobre aquello que podría significar ser un buen escritor. Hizo tanteos —como a él le gustaba decir— mientras hablaba de Borges. Aventuró, entre otras cosas, a señalar como buen escritor al que inventa una forma de la que se valdrán escritores posteriores para hacer su propia obra. El hombre que inventó el soneto es mejor que Dante, decía, pues inventó la forma con que Dante escribiría su Commedia.
Ignacio Padilla, en sus propios tanteos, también habló del soneto, pero en otro sentido. Veía al soneto como el reto mayor al que podía aspirar un poeta, del mismo modo en que veía al cuento como el reto mayor al que podía aspirar un narrador: ambos optan por la camisa de fuerza al abrazar sus géneros. Uno puede notar esto enseguida en cualquiera página de su obra cuentística.
Fue un escritor barroco, preciosista. Él mismo llegó a proclamarse un neurótico empeñado en encontrar le mot just flaubertiana.
Armaba sus cuentos un engrane a la vez, con el amor del orfebre; más de una vez los llamó “artefactos”.
La comparación de su empeño cuentístico con la rigidez del soneto no es gratuita. Trabajó más de 20 años en lo que él consideraba con turbadora anticipación su mejor obra: cuatro libros de cuentos que tendrían vértebra propia, cuentos que hablarían entre ellos formando una unidad, a la tradición de El llano en llamas, Queremos tanto a Glenda y Ficciones. Los cuatro tomos tienen por nombre Las antípodas y el siglo, El androide y las quimeras, Los reflejos y la escarcha y, por último, editado póstumamente bajo el ojo guardián de su amigo Jorge Volpi, Lo volátil y las fauces. Reparemos en que cada título de estos cuatro tomos —que en conjunto conforman su Micropedia— son un octosílabo.
Tampoco es gratuito que se llamara a sí mismo —y de paso a todos los cuentistas— neurótico, si damos a La novela familiar del neurótico, el ensayo freudiano, una lectura poética y generacional. Padilla perfiló su vocación y su estilo intrínsecamente con el posicionamiento de una generación: la Generación X, la generación desencantada. Toma tres episodios de la historia como las marcas que definen a su generación: el terremoto que devastó la Ciudad de México en el 85, la caída del Muro de Berlín en el 89 y la caída de las Torres Gemelas en el 2001. Liga cada suceso con una etapa personalísima: la adolescencia, la primera juventud y la madurez, respectivamente.
Dentro de esta novela familiar, que él mismo se confecciona y en la que cree con fervor, está, por supuesto, una forma de parricidio. A los 24 años y ya ceñido a una exacerbada pasión literaria, apuntó que la Feria de Frankfurt de 1992 fue por primera vez dedicada a un país latinoamericano, y que México sostenía la tea en una representación continental.
En ese año tan importante la obra elegida como emblema era Como agua para chocolate, una novela pequeña que, a su juicio, no hacía justicia a las grandes novelas de sus abuelos literarios: Conversación en la catedral, Cien años de soledad, La región más transparente. Éstas últimas no fueron leídas por Ignacio Padilla —y por ningún escritor luego de su generación— como un descubrimiento novedoso, bajo el relumbrón de su aparición. Por el contrario, éstas tenían un sitio codo a codo con consagraciones universales que ya nada tenían que demostrar: La montaña mágica, Los tres mosqueteros, El Quijote.
Así pues, bajo la luz de la óptica generacional, eran los padres literarios de la generación de Padilla los que habían degradado la calidad alcanzada.
Viene entonces la bravuconada del 96 con el Manifiesto Crack que trabaja y firma en conjunto con Pedro Ángel Palou, Eloy Urroz, Ricardo Chávez Castañeda y Jorge Volpi. El manifiesto tuvo muchas lecturas, casi todas rabiosas y patibularias. Padilla pensaba en el parricidio sólo en función de la vuelta a los abuelos, lo vemos hoy, 24 años después, donde poco gotea de esas lecturas. La voz y estilo de las obras de cada uno va silenciando los clamores hostiles.
Es la suya la imaginación del neurótico: zarigüeyas de luz biológica criadas en laboratorio por un gélido alemán, 600 muñecas parlantes hundidas por un fracaso de Edison, soldados jugándose un cambio de identidad en una partida de ajedrez, ancianos enclavados en la representación de una gloria histórica que aún reserva secretos, restos de reptiles antropomorfos resguardados dentro de los sarcófagos de los Santos Reyes Magos, bufones de tristeza beckettiana que aguardan la vuelta sus majestades…
Padilla partió. Pero nos ha legado la neurosis.