Es tan fácil hablar de un siglo, de cinco siglos, de veinte siglos, que al final pocas cosas resultan tan banales como las efemérides. Inevitablemente, no hay día que no se cumplan cien años de una cosa, doscientos o trescientos de otra, y así hasta el fin de los tiempos. Pero la indiferencia se hace añicos cuando, al abrir un libro, advierto que hace cien años, en el número de noviembre de 1920 de la revista México Moderno, Ramón López Velarde publicó el poema “Gavota”.
Entre más avanza el siglo XXI, más anclado me siento en el siglo XX. Sin embargo, cuando tenía dieciséis o dieciocho años y estaba de veras en el siglo XX, no en una evocación del siglo XX, López Velarde no me parecía tal vez un poeta de mi tiempo. Hasta que un día, leyendo a Eduardo Lizalde, leí estos versos en un epígrafe: “Señor, Dios mío: no vayas /a querer desfigurar /mi pobre cuerpo, pasajero…”
Sin excepción, en todos los libros de Lizalde que contienen el poema con el epígrafe de López Velarde, la transcripción es incorrecta. Corregirla es relevante o irrelevante según el propósito de quien lo intente. Como es una mera cuestión de comas, yo prefiero dejarla como está y pasar a lo que me importa.
Esos versos de López Velarde proceden, pues, de “Gavota”, el poema que (junto con otro, titulado “Vacaciones”) publicó hace cien años en México Moderno. Apenas un año atrás, en 1919, la editorial México Moderno (homónima de la revista pero anterior a ella, puesto que la revista sólo empezó a editarse a partir de agosto de 1920) había publicado Zozobra, el segundo libro del jerezano. “Gavota” sólo formó parte de un libro de López Velarde cuando en 1932, a título póstumo, algunos amigos del poeta reunieron los textos que, junto con “La suave Patria”, formarían El son del corazón.
El poema es una plegaria. El poeta, en él, ruega que su cuerpo, condenado a la enfermedad y a la muerte, no sufra demasiado: que la primera no sea demasiado larga ni excesivamente dolorosa la segunda. Un verso —hay que decirlo— suena un tanto extraño: “no me castigues a mi cuerpo”, eneasílabo que sin “me” ni “a” hubiera podido ser un heptasílabo más natural: “no castigues mi cuerpo”. Así parece haberlo pensado Lizalde, cuyo poema con epígrafe velardeano comienza con este verso: “Amada, no destruyas mi cuerpo”. A mi juicio, el “no destruyas mi cuerpo” de Lizalde proviene del “no castigues mi cuerpo” que desde luego no puede atribuirse a López Velarde, aunque sí deducirse de sus palabras. Por su parte, la plegaria de Lizalde no tiene a Dios como destinatario, sino a esa deidad erótica y pagana, con algo de mujer fatal y de virgen inaccesible, a quien se refiere tan sólo como “amada”: la dama de pensamientos de los trovadores, la belle dame sans mercy del poeta medieval Alain Chartier y del romántico John Keats.
Contando la historia de la plegaria tal vez podría narrarse una porción fundamental de la historia de la poesía, de los himnos egipcios y mesopotámicos al salterio hebreo, de los himnos homéricos a Sinesio de Cirene, de los himnos órficos a las Odas de Horacio, de Píndaro a Rilke. Hay dos posibilidades: una es que ya exista un libro que relate, con explicaciones y ejemplos, esa historia; otra es que no llegue a existir nunca, y que además no importe. Sea como sea, en la oda XXXI del primer libro de Odas horacianas, el poeta no le implora salud y piedad ni a la mujer amada ni al dios creador, sino al que porta la lira y transmite a los poetas el beneficio del ritmo y la palabra: “Te ruego, Apolo, que me concedas gozar, sano y con buen juicio, los modestos frutos de mi trabajo, sin padecer una vejez humillante ni echar de menos la compañía de la cítara”.
Conmueve reunir ejemplos. El pintor Martín Ramírez, con las palabras que le presta el poeta Jorge Esquinca, ruega: “Bendice, blanca señora, al más humilde de tus peones”. David Huerta suplica: “Señor, salva este momento”. Tan sólo las apacibles Oraciones de Vailima de Robert Louis Stevenson podrían fungir (¿por qué no?) como ese libro, el que atesoraríamos para siempre, aun al precio de no conservar ningún otro. Poco importa que haya dioses o que no los haya. Importa que haya instantes en que, por gratitud o desesperación, por angustia o por dicha, por cólera o por frustración, se vuelva razonable dirigirles una o dos frases.
Hace poco leí un poema de Louise Glück, de su libro Descending Figure (“Figura descendente”, de 1980, no traducido aún al español), que añadiría un matiz particular a esa historia de la plegaria. La poeta, pese a dirigirse a Dios en la conocida forma del diálogo entre un señor y su vasallo, no pide nada en sentido estricto. El poema se llama “El don” y así es como yo lo traduzco:
Señor: es posible que no me reconozcas,
puesto que hablo por alguien más.
Tengo un hijo. Es
muy pequeñito e ignorante.
Le gusta pararse
tras la puerta de mosquitero y gritar
guaguá, guaguá, buscándose
un lugar en el lenguaje, y a veces
un perro detiene su camino
y se acerca, quizás
accidentalmente. ¿Puede ser que piense
que no se trata de ningún accidente?
Tras la puerta de mosquitero,
dando la bienvenida a todos los animales
en nombre del amor, tu emisario.