La realidad asesinada

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Es posible considerar el asesinato como un acto estético. Juzgarlo no moralmente, sino como si fuera una obra de arte, pues al igual que encontramos maestros en la poesía –Esquilo o Milton– y en la pintura –Miguel íngel–, la historia muestra ejemplos de tal grandeza, comenzando con Caín, el creador del arte del asesinato.
Juzgarlo estéticamente no implica ausencia de virtud, falta de moralidad; en absoluto. El asesinato es un modo incorrecto de comportarse. Sin embargo, una vez que se ha consumado, que ya no existe nada por hacer, cabe tratarlo en relación con el buen gusto. Desde esta óptica, su finalidad última es aquella que Aristóteles asignaba a la tragedia: la purificación del corazón mediante el terror y la compasión.
Con dicho trasfondo es presentada una conferencia de la Sociedad de Conocedores del Asesinato, dentro del libro Del asesinato considerado como una de las bellas artes, de Thomas de Quincey (1784-1859). Dicha obra está conformada por dos artículos que el inglés escribió en 1827 y 1839 para Blackwood´s Magazine, más un “Post scriptum”, de 1854, que incluyó en sus Obras completas.
Al dejar de lado el ámbito moral, tras un paréntesis del horror que inspira, el asesinato como objeto de estudio ofrece un terreno amplio. Las primeras conferencias Del asesinato… narran crímenes de grandes personajes –como una rama del arte– o de los que estuvieron a punto de ser cometidos; entre ellos, los de algunos eminentes filósofos. O la inquietud de Locke, por haber paseado su garganta por el mundo durante 72 años sin que nadie se dignara cortársela. La muerte de Malebranche a manos de Berkeley. El asesino que esperó a Kant y finalmente decidió matar a un niño de cinco años, en vista de que, de haber ultimado al filósofo, ello “no le daría ninguna oportunidad de lucimiento, puesto que no era posible que una vez muerto, se pareciese más a una momia de lo que ya se parecía en vida”.
Con el mismo humor negro son tratados los valores en que se fundamenta el asesinato, como la indeterminabilidad de los móviles, el misterio y las dificultades vencidas. Cuestionan los métodos para cometer crímenes, calificando de abominable el veneno, por no mantener la honorable manera de degollar. Se habla de las víctimas, de la barbaridad de asesinar a una persona enferma que, por lo general, no está en condiciones de soportarlo, y de los talentos ocultos que promueve el victimario.
“Nuestro arte” –señala el conferencista–, “como las demás artes liberales bien asimiladas, humaniza el corazón”.
Personajes inquietantes como Sapo-en-el-pozo adjudican a la Revolución Francesa la causa de que el asesinato degenerara y diera como resultado los viciosos engendros que representan los crímenes modernos.
En el “Post-scriptum”, dedicado a la relación de tres asesinatos ejemplares, indica André Breton, que “el autor […] justifica la voluntaria extravagancia de sus textos por la preocupación de no eliminar alguna posibilidad de regocijo y alegría en materia tan escabrosa, e invoca ampliamente el precedente de Swift”.
Además de la influencia de Jonathan Swift, maestro del humor negro, no es posible dejar de lado el ámbito del romanticismo imperante en Europa durante buena parte de la vida de De Quincey.
Uno de los rasgos fundamentales del romanticismo del siglo XIX –actitud más que movimiento artístico, según lo definió Charles Baudelaire–, es la vocación del autoconocimiento. Ello implicaba, a la manera de Orfeo, viajes al infierno, a lo desconocido, al lado oscuro de nuestro ser –anticipándose en numerosas ocasiones a lo que Freud llamará el inconsciente–. Empresa ardua en que el sujeto post-ilustrado va forjándose un modo de conciencia particular, en busca de categorías que configuren el mundo y a sí mismo.
Una de tales categorías es la ironía. Béguin asigna a la ironía romántica dos funciones: en primer término “será una escuela de duda”, una posibilidad de negar al mundo su grado de realidad absoluta y sustituirlo por otro cambiante, imprevisible; pero, en un segundo movimiento, vuelta hacia esta nueva realidad, la ironía “impedirá que el espíritu se abandone enteramente al flujo de los sueños”. En este sentido tiene una función de equilibrio en la que, el desmoronamiento del orden lógico desemboca en la construcción de imágenes representativas del mundo y la existencia: una voluntad de ficción tras la que prevalece la libertad, tan defendida por el romanticismo.
Breton, heredero –al igual que todo el surrealismo– de los trabajos de De Quincey, considera, sin embargo, que no es posible explicitar el humor para fines didácticos y delimita las fronteras del humor negro, como son la tontería, la broma sin gravedad, etcétera. De Quincey no sólo consigue sobrepasar tales barreras, sino que se encumbra como uno de los grandes en este ámbito; es también un constructor de ficciones que logra, merced a la simulación lúdica, poner en cuestión los fundamentos de lo real, y llevar a cabo una reconstrucción con ese nuevo mundo creado.

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