“Los muertos construyen a los vivos y los vivos conversan con los muertos”, dice Jorge Fernández Granados en el libro de aforismos y “breverías” Vertebral (2017). “Y tal vez los muertos también invocan a los vivos sólo para que los vivos no dejen de contar la historia de los muertos”, agrega. Chesterton propuso que la tradición es la democracia de los muertos. Quevedo dijo que leer es conversar con los difuntos y escuchar con los ojos a los muertos. La frase de Fernández Granados, por lo tanto, se refiere a la tradición y ejemplifica en sí misma los modos de funcionamiento de la tradición. Por lo demás, hablar con los muertos, incluso resucitarlos con la palabra, es una operación eminentemente órfica: quien lo consigue, así sea cultivando la serena operación de la lectura, ejerce un sacerdocio y una magia.
Más de un siglo después de la muerte de Rubén Darío, algunos insistimos todavía en preguntar qué tan profunda es la raíz órfico-pitagórica de la poesía moderna en español. Se trata, quizá, de una raíz ya desnaturalizada, si no es que definitivamente arrancada; pero, aunque así fuera, ello no bastaría para minimizar la importancia del tema. Novalis y Hölderlin fueron órficos, por supuesto, como también Mallarmé y Breton, Rilke y Pessoa, por no hablar de Petrarca y Garcilaso. Darío y Amado Nervo refrescaron el orfismo de sus maestros exponiéndolo al ocultismo decimonónico. López Velarde, más que cristiano, fue devoto de Orfeo (de ahí que pudiera escribir: “gusto del cristianismo porque el Rabí es poeta”). El modernismo y el surrealismo fueron órficos, y también sus discípulos, de Carlos Pellicer a Elsa Cross y de Alberto Blanco a Luis Armenta Malpica.
En la poesía mexicana del último medio siglo, el componente órfico me parece notorio en abundantes poemas de Homero Aridjis, José Emilio Pacheco, Esther Seligson, Fernández Granados y Martha Mega. La nómina, desde luego, no es exhaustiva: sería fácil duplicarla o triplicarla sin mayor esfuerzo. Lo que importa, en todo caso, es apuntar que la historia de la poesía mexicana es, como advirtió en su día Jorge Cuesta, la historia de un clasicismo, y más concretamente la historia de una derivación del petrarquismo y, por ello, la historia de una derivación del orfismo. Diferentes poetas, unos por la vía del estilo coloquial y otros por la vía de las poéticas experimentales, han hecho frente a la hegemonía del modelo clasicista, pero ello no ha hecho sino ratificar el predominio del petrarquismo y de sus derivaciones entre nosotros.
Muy particularmente, Fernández Granados es un clasicista. En este sentido, referirse a su poesía es hablar también de una tradición. Leer sus libros es leer, en ellos, a varias generaciones de maestros y discípulos, de cómplices y adversarios. ¿Cómo no reconocer en La música de las esferas (1990) el tono de los poetas mexicanos de mediados del siglo XX, de Bonifaz Nuño a Segovia, de Castellanos a Pacheco, de Lizalde a Becerra? ¿Cómo no advertir en Resurrección (1995) los acentos de José Luis Rivas, de cierto Francisco Hernández y del primer Jorge Esquinca? ¿Cómo no escuchar a Sabines en El arcángel ebrio (1993) o a Juan José Arreola en El cristal (2000)? ¿Cómo no percibir, en fin, a Jaime Gil de Biedma, Octavio Paz y Jorge Luis Borges en Los hábitos de la ceniza (2000) y Principio de incertidumbre (2007) o, entre muchos otros, a Xavier Villaurrutia y José Lezama Lima en Lo innumerable (2018)?
Al mismo tiempo, el talento de Fernández Granados es tan evidente que los matices de su carácter son, en principio, más interesantes que la genealogía de su estilo. Es, como buen órfico, un poeta de oído, más proclive a cantar en voz baja que a bordar juegos conceptuales o fantasías tipográficas. Pensativo y un tanto apesadumbrado, no es en modo alguno un escritor, en el sentido actual de la palabra, sino el intérprete de un rumor intemporal. Compuesta bajo el signo de la melancolía, su obra es fundamentalmente contemplativa. Los objetos de su atención, que pueden resultar de buenas a primeras demasiado amplios, merecen en sus poemas un trato noble y delicado, minucioso y a veces preciosista: la niñez, la ciudad intimidante y atractiva, el remordimiento por la felicidad sacrificada, los misterios de la música o de la noche.
Si, de todos los títulos posibles, el primer libro de Fernández Granados llevó el de La música de las esferas, fue porque ningún otro lema expresaba mejor las inclinaciones pitagóricas de su autor, entonces un joven de veinticinco años. Otros veinticinco años han transcurrido, por lo menos, y más habrán de transcurrir, y en sus poemas habrá siempre lugar para una sabiduría formal, una fe intrínseca en la proporción y el equilibrio, una curiosidad espontánea por la naturaleza y una percepción rítmica de la realidad que no por asemejarse a las de Darío, López Velarde o Bonifaz Nuño dejarán de serle propias. En última instancia, Fernández Granados entenderá el mundo como un hombre solo, como un solitario infinitamente acompañado que, a final de cuentas, pronunciará estas palabras: “Nada va a defendernos / de la querella del silencio”.