La violencia contra las mujeres está presente en cada espacio que ocupamos en lo público y en lo privado.
En la prensa, no sólo retratamos, desde hace años, el aumento en las agresiones, sino la crueldad cada vez mayor con que ésta se realiza; la indolencia con la que es atendida por el Estado, la normalización social y la impunidad como respuesta a la exigencia de justicia.
Vanesa, la joven asesinada afuera de Casa Jalisco el pasado 25 de abril, es un claro ejemplo. Para el gobernador Enrique Alfaro nada se podía hacer frente a un “loco que se baja de su auto y le dispara”. Lo cierto es que detrás de este feminicidio está la historia de una mujer que denunció en 16 ocasiones a su pareja en el Centro de Justicia para las Mujeres, donde no se evaluó de manera correcta su riesgo, donde no se le notificó al agresor de las órdenes de protección y donde se estuvo a punto de cerrar el caso por un “supuesto desinterés de la víctima”. La recomendación de la Comisión Estatal de Derechos Humanos documenta que las instituciones la abandonaron y revictimizaron, como lo hacen con cientos de mujeres, quienes tienen que pasar en este lugar de seis a ocho horas para presentar su denuncia.
Isabel, estudiante del Centro Universitario de Ciencias Económico Administrativas, de la Universidad de Guadalajara, fue fotografiada en varias ocasiones en el camión en el que se dirigía a su casa. Un sujeto de 50 años la bajó de la unidad con la intención de abusar sexualmente de ella. Y aunque en una distracción logró escapar de él, este incidente de seguridad le sembró miedo en su vida.
La universitaria no únicamente cambió de rutina y cubrió más su cuerpo: tuvo que enviarle a diario a su familia una fotografía de cómo iba vestida, para que si desaparecía tuvieran la forma de identificarla.
Aunque la presencia de las mujeres es cada día mayor en el campo laboral y profesional, las violencias siguen presentes. Sueldos menores para ellas, marginación de los espacios directivos o en la toma de decisiones, acoso, discriminación y un mayor atropello a sus derechos. Hoy tienen más oportunidades de estudio y crecimiento profesional, sí, pero en condiciones de desventaja cuando por ejemplo deciden ser madres.
Las cargas de trabajo también son mayores para compensar lo que empresarios consideran debilidades de género.
En los medios de comunicación las cosas no son distintas. Mujeres acosadas no sólo por empleadores, sino por jefes y compañeros. En televisión, las primeras oportunidades llegan como presentadoras del pronóstico del tiempo, pero en pequeñas minifaldas y escotes pronunciados para llamar la atención de los televidentes. En los periódicos, los editores deciden que ellas deben ser presentadas como víctimas, no como fuentes calificadas para hablar de temas especializados.
Con sorpresa, escuché en los últimos días testimonios de fotoperiodistas a quienes se les negó un empleo por ser mujeres. El argumento: que los equipos de fotografía son pesados. Periodistas gráficas a quienes se les subestimó por su género, cubriendo eventos de poca relevancia, siendo enviadas solas a colonias con alta incidencia delictiva donde ellos ni siquiera cubren. La diferencia es que las mujeres ponen el cuerpo, es decir, se convierten en blanco de los ataques.
Aunque la Secretaria de Gobernación, Olga Sánchez Cordero, asegura que las mujeres no están enojadas con el Estado sino con la violencia estructural, machista y patriarcal, se equivoca. Las mujeres están también enojadas con el Estado. Con cada institución que no hace su trabajo y permite que esas agresiones sistemáticas sean parte de la vida diaria de millones de mujeres, en todos los espacios. En un parque, un camión, un aula, un hospital, una oficina, una empresa, su casa, la ley, las oportunidades. Un Estado cuya negligencia y omisiones cobra vidas.
Así, estas nuevas generaciones que hoy se hacen presentes en el espacio público para exigir un alto a todas las formas de violencia contra las mujeres, a las brechas y desigualdades arraigadas en lo público y lo privado, interpelan conciencias individuales, colectivas e institucionales. A la sociedad le corresponde responder, cambiar y respetar, porque ellas, sin duda alguna, están haciendo su parte.