Aquella era una sala de redacción peculiar, en la que, incluso, se hablaba de noticias. El resto del tiempo, sin embargo, cuando lo urgente había logrado salir del tintero, quedaba algún espacio para lo importante. En esas grietas momentáneas pululaban delicias, y no las del jardín del Bosco, sino unas más mundanas, aunque no por ello menos especiales (¡vaya paradoja!). En todas ellas, estaba siempre presente y solía ser su iniciador Pazarín; a quien, por cierto, nunca pude llamar Víctor. Sería que entre los variados sombreros trilby, su poesía (con el toque de periodismo lírico que imprimía a O2, si acaso tal cosa existe) y esa sonrisa de Monalisa tan de viernes por la tarde, se manifestaba un personaje digno de apellido.
Fue ahí, en la frontera entre el pasillo y el amplio cubículo donde confluíamos unas cuantas almas itinerantes tratando de escribir, usualmente al regreso de la cotidiana procesión en busca del café nuestro de cada día, que tuvieron lugar las más suculentas (y a veces bizantinas) conversaciones casuales. Los motivos nunca faltaban, generalmente en torno a filias y fobias literarias, pictóricas o cinematográficas, pero otras tantas a asuntos de coloquial importancia como aquellas disertaciones en las que Julio y Pazarín, idealistas de terruño, se enfrascaban en una espiral casi interminable de argumentaciones por determinar, sin sombra de duda, si era Tepatitlán o Zapotlán (sí, señores, Zapotlán ¡El Grande! —enfatizaba—) la sucursal del cielo en la tierra. Ninguno de nosotros vivirá lo suficiente para desenmarañar aquel predicamento.
En las tardes de silencio y sopor por las que el sol entraba despiadado en aquellos ventanales ocres apagando toda llama de creatividad, se sentía la irrupción de esa voz pazarinesca lanzando un “¿Cómo ven …?”, con la que daba entrada a toda clase de tópicos. Cierto día, dio inicio el debate sobre cuál debía ser la obra surrealista por excelencia en el México del medio siglo, si la de Leonora Carrington o la de Remedios Varo… aun si la producción de ambas parecía escapar al periodo surrealista convencional… y aun si ninguna de las dos había nacido mexicana. Sabiendo que no había salida decorosa a aquel entuerto (y a otros similares), Pazarín concluía invitándome a tratar de llevar a buen puerto aquello que, finalmente, resultaba más asequible: alguna nota pendiente del suplemento cultural que él dirigía con este mismo sentido de peripatetismo conceptual e impulso creador.
“Reconocía en su labor cotidiana que, para contribuir al periodismo cultural, era necesario valorar el trabajo de los grandes consagrados, pero también el de las manifestaciones en ebullición, cercanas, inmediatas”.
Así que se empeñaba en reconocer en lo local aquello que, de ordinario, se suele buscar en la lejanía. Practicaba, sin duda, la premisa por la que un buen escritor antes está llamado a ser un voraz lector. Y Pazarín había leído no sólo a Juan Rulfo, a Juan José Arreola o a Agustín Yáñez, sino a Malú Huacuja, Silvia Quezada o Carlos Bustos.
Toda editorial naciente, todo proyecto literario, musical, teatral, cinematográfico o pictórico en ciernes que llegaba a sus oídos, le merecía el beneficio de la entrevista, del diálogo, de la colaboración. De humor negro cuando más se lo necesitaba y de carácter generoso, coincidir con Pazarín era sencillamente un placer: compartir anécdotas de viaje en aquel taller de crónica que nos regaló al pie de las escaleras del piso seis; encontrarnos hablando en cierta feria tapatía de El suicidio y otros cuentos en medio del bullicio de los paseantes; y resultar ser cómplices, como buenos mirones del cine de América Latina y el Caribe, en algunos artículos aficionados que tanto disfrutamos intercambiar.
Hasta pronto, poeta del terruño. Al reino de Tonalá, y todos los que fuimos testigos de tu devoción por aquellas tormentas nocturnas de verano, nos hará mucha falta tu mirada fotográfica y tu más fiel pluma saeta.