Los íngeles, año 2019. La imagen remonta a un cielo inundado de luz parda, que se desdibuja en el rudimentario horizonte de la ciudad. Desde la superficie, los edificios vomitan fuego a través de extendidas maquinarias, mientras en el aire se ven transitar naves sin rumbo aparente. Los sintetizadores de Vangelis empiezan a vibrar progresivamente. El escenario se contempla desde una mirada abierta e íntima a la vez: por una parte, la cámara recorre la urbe hasta topar con la amplitud de una de las monumentales pirámides que se asienta en el paisaje; por otra, el detalle de un ojo que contempla el firmamento ardiendo en llamas se aleja para revelar una oficina lúgubre. Estos planos iniciáticos convergen en un precoz interrogatorio, y sugieren la definición de Blade Runner a partir de una dualidad de miradas. El filme denota la cercanía y expansión de un futuro que se ve y huele a viejo, que se sitúa en un territorio laberíntico en donde la soledad y la multiculturalidad confluyen, y que detona una intensa búsqueda por la humanidad, a partir de la reflexión sobre la muerte en la evocación de lo efímero.
Basada ligeramente en el libro ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? del prolífico escritor Philip K. Dick, Blade Runner (1982), tardó en instalarse con apológica confianza en el panorama del cine de ciencia-ficción. Vituperada en su momento por público y crítica por los supuestos excesos en sus aspectos formales, el filme recobró importancia durante su década siguiente cuando se revaloró la conjunción entre su historia y su estética. Narrada al estilo del cine negro, y dirigida por el entonces incipiente Ridley Scott, Blade Runner sigue a Rick Deckard, un policía al que le encomiendan “retirar” a cuatro replicantes que se infiltraron en el planeta, y quien termina involucrado emocionalmente con una mujer quien descubre que sus recuerdos son meros implantes; en contraste a la investigación de Deckard, la película indaga en la travesía de los eludidos para encontrarse con su creador y prolongar su tiempo de vida.
Aunque en apariencia el heroísmo recae en la misión de Deckard, son los replicantes, androides biológicos creados para trabajar como esclavos en las colonias interplanetarias y dotados de fuerza e inteligencia superior a los humanos, los que otorgan un sentido antropológico sobre el significado de la naturaleza humana. Curiosamente, el mecanismo que utilizan los blade runner para detectarlos es a la prueba Voight-Kampff, dispositivo que observa movimientos involuntarios en la dilatación del ojo a partir de reacciones emocionales generadas por una serie de escrupulosas preguntas. “Más humanos que los humanos”, adorna el lema de la corporación Tyrell. Y es que los replicantes trascienden su condición artificial y sulfuran ante el conflicto de su fugaz existencia, motivados por una explosiva autoconsciencia que los ansía y los altera.
Trastocadas además las distintas versiones de la película que vetan su agotamiento, tanto comercial como discursivo, el filme nació condenado a una narración tergiversada, en donde se le incorporó una voz en off (de Harrison Ford) que reiteraba la imagen para aclarar posibles confusiones y terminaba con un desenlace más optimista, en un bosque diáfano y lúcido que contrastaba al turbio desarrollo del filme. Aunque son válidos los intentos por defender el carácter emancipador de la primera versión, es en la versión del director en la que se percibe el énfasis del filme por mostrar la peligrosidad de las apariencias y la superficie. Dicha idea no sólo se inscribe en la árida discusión sobre la supuesta condición de Deckard como replicante, sino en la descripción de una ciudad contaminada por destellos visuales: Los íngeles está inundada de luces artificiales, de anuncios de neón, de máquinas flotantes con enormes megáfonos que transitan perpendiculares a través de enormes carteles publicitarios; inspirado por los estilos visuales de Metrópolis (1926) de Fritz Lang, así como de los cómics de Moebius o las pinturas de Edward Hopper, Ridley Scott construye su distopía alrededor de la interminable artificialidad y la incertidumbre de lo real. Los personajes constantemente se preguntan si los animales que los acompañan son reales o modificaciones genéticas; Rachel le plantea al detective si alguna vez ha “retirado” un humano por error.
Precursora del ciberpunk, un subgénero de la ciencia-ficción que mezcla el avance de las tecnologías con la degradación del ámbito social, Blade Runner marcó un hito al proyectar un futuro caótico y arcaico, y sirvió como marco para referencias fílmicas posteriores, en particular la punzante catástrofe que aparece en Akira, el manga/anime del japonés Katsuhiro Otomo, o los luminosos oráculos del francés Luc Besson en El quinto elemento. Consumados 27 años de la profecía posmoderna (reinventada a más no poder), y a diez de convertirse en realidad mediata, Blade Runner se exhibió durante la pasada FIL en un oportuno momento para recordar el retrato de una ciudad desolada en sus incesantes multitudes y cubierta por una espesa e interminable niebla que derrama la insolidaridad de su gente. Los íngeles sirve irremediablemente para imaginar aquellos “momentos que se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia”.