Debió haber sido por los tiempos en los que se experimentó en el teatro. Hay algunas fotografías en blanco y negro, donde Víctor Manuel Pazarín, con mirada de elfo perdido y dorso descubierto, encarna un papel durante una puesta en escena.
Debieron ser los días en que Víctor vivía en una vieja finca ubicada en la avenida Alcalde, a la altura de la entrada al panteón de Belén. “Cuando estaba ahí me encerraba en la escritura”, me dijo una mañana de floreciente primavera en 2018.
Estábamos en un café por la calle Escorza, que ya se llamaba Constancio Hernández Alvirde. Hasta ahí se alcanzaban a escuchar los murmullos de la Universidad. El día estaba avanzando y el recuerdo le cayó luego de que le platiqué que el árbol de limas que había estado plantado en el patio de la casa de mi abuela, y que durante toda la vida había visto ahí, había muerto.
Le describí el último pasaje de vida de aquel ejemplar: de repente, las pequeñas varas de las ramas se le llenaron de capullos y unas orugas que luego mutarían a mariposas, lo habitaron. Las hojas se le fueron secando y ya no dio más frutos. Siguió luciendo los capullos de los gusanos que la poblaron por un periodo de alrededor de un año.
“Ese debe ser su proceso de vida”, me dijo Pazarín, y fue cuando recordó aquella morada de su juventud, que según relató, fue de las primeras que habitó a su llegada a Guadalajara, recién desempacado de Zapotlán el Grande.
Como el viejo juglar que siempre fue, Víctor contó, en una especie de canto, que aquella vivienda era donde se encerraba a escribir. Y la dibujó en la memoria: era grande con un amplio patio donde también había un árbol de limas. Víctor me dijo que se sentaba en una mesita, en un cuarto que tenía una vista privilegiada al día que avanzaba al interior de la morada, con el sol que iluminaba aquel árbol y donde Pazarín mismo se escapaba de sus responsabilidades.
“Tal como me lo dices ocurrió: de un momento a otro esa lima se llenó de orugas y poco a poco se fue secando”, expresó.
Además, me contó que de vez en vez, cuando vagabundeaba en búsqueda de sí mismo —lo hacía a menudo— de repente todavía pasaba por ese barrio que fue suyo, para rememorar el tiempo nunca olvidado y respirar el aire de sus ayeres. Mismos ahora son mis ayeres también.
Tomás Eloy Martínez escribió que todo relato es, por definición, infiel. “La realidad (…) no se puede contar ni repetir. Lo único que se puede hacer con la realidad es inventarla de nuevo”. Así que, parafraseo al diálogo de aquella película de Juan José Campanella basada en la novela de Eduardo Sacheri, El Secreto de sus ojos, yo ya no sé si esto fue un recuerdo de un recuerdo, o un sueño dentro de un sueño, o si simplemente fue verdad.
Fui un fiel escucha de Pazarín durante los más de diez años que tuvimos de amistad. Por sus palabras supe que vivió en diversos sitios de la ciudad a la que en sus elucubraciones llamó El Valle. Al final, quizá una de las etapas más plenas de su vida –se le veía y disfrutaba sus viajes distantes del oriente hacia el centro de la metrópoli— la habitó en Tonalá, sitio al que cariñosamente llamó como El Reino.
“Los pelaos del Valle se aprovechan del Reino”, aseveró entre risas en más de una ocasión, como sátira de la distinción municipal de la mancha urbana tapatía.
“Para mí todo es un viaje”, me diría en el café aquel, luego de compartir las anécdotas de los árboles que nos unían y que se habían extinguido con el calor de la ciudad. “También para mí todo es mucho de mis sueños y mucho del cine”, añadió para narrarme que tuvo que ir a ver los edificios de Nueva York para comprobar y medir con la regla de sus ojos si era posible que el hombre araña se pudiera balancear de rascacielos en rascacielos como se ve en las películas: “Y sí se puede, tocayo”, me confirmó.
A un año de su partida, mientras escribo este texto, he vuelto a escuchar en las bandejas del recuerdo las carcajadas de Pazarín. A plena noche, he sentido aquel sol y escuchado los murmullos que hacían eco en la explanada de la Rectoría hacia el café donde estábamos sentados. Lo he vuelto a ver montado sobre la silla, con su mirada en plano contrapicado y sus manos que eran esas dos escuadras que medían su tiempo y su espacio. Su voz de susurro con la metafórica palmada de un viejo maestro que reconoce a su alumno y su cariño de camaradería; la presencia del “jefe” —como lo llamaba el fotógrafo Chema Martínez— como plegaria de antiguo dogma, sigue entre nosotros.