Hablar de la muerte no es sencillo; mucho menos lo es cuando se trata de aquellos seres anhelados que por alguna razón no alcanzaron a nacer, o que incluso vivieron poco tiempo en nuestro mundo. A estos pequeños se les conoce como mizuko en la cultura japonesa.
Esa palabra, en español, se traduce como Los niños del agua, expresión que lleva por título una de las crónicas que le da nombre al libro ganador del Premio Nacional de Crónica Joven «Ricardo Garibay» 2020, escrito por Hiram Ruvalcaba Ordóñez.
El autor es egresado y actual académico de la licenciatura en Letras Hispánicas del Centro Universitario del Sur (CUSur) y coordinador de Esquina Franklin Guadalajara, espacio que se encuentra en la Biblioteca Pública del Estado de Jalisco «Juan José Arreola» (BPEJ).
El escritor, originario de Ciudad Guzmán, además es fiel estudioso de la cultura japonesa, pues es maestro en Estudios de Asia y África, por el Colegio de México.
Hiram compartió, en entrevista para Gaceta UdeG, que este libro lo conforman siete crónicas, de ellas, cuatro hablan sobre situaciones que de alguna forma tocan distintos aspectos de la muerte.
El concurso, organizado por la Secretaría de Cultura del gobierno de México, la Secretaría de Cultura de Hidalgo y el Fondo Editorial Tierra Adentro, contempla la edición del libro como parte del premio.
¿Por qué abordar el tema de los niños del agua ?
Me di cuenta que la pérdida de estos niños no tiene una manera de sobrellevarse, pues no suele haber una red de apoyo en la familia o amigos; no porque la gente sea mala o insensible sino que no estamos acostumbrados al tema.
Pero en Japón, sí existe una ceremonia, en donde las familias que padecieron de un mizuko ofrendan, al espíritu del niño, una pequeña estatuilla de cantera que representa a Jizō, que es un bodhisattva (ser iluminado) que ayuda a las almas de estos pequeños a llegar a la tierra pura y así no se queden vagando en las orillas del Sai no Kawara, el río donde esperan para que los conduzcan al paraíso.
Japón toca este tema de una forma compleja y seria. De alguna manera otorga una esperanza a los padres que no saben en dónde queda esa historia, porque uno se pregunta: «¿Vale la pena sufrir por esto, si ni siquiera nació o era muy chiquito y ni siquiera conviví mucho con él?».
Cuando te pasa te das cuenta de que sí duele, lloras; es una pérdida al final de cuentas que por desgracia muchos no sabemos cómo sobrellevar.
¿A partir de cuáles experiencias pudiste crear este libro de crónicas?
Viví en Japón entre 2017 y 2018, por el asunto de la maestría. Ahí conocí muchas cosas y presencié, voluntariamente y otras veces por suerte, rituales como el del mizuko; a partir de ahí empecé a fraguar la idea.
Cuando regresé a México comencé a escribir a manera de crónicas lo que iba viendo, leyendo y pensando. La crónica nació en México, pero a partir de las experiencias que viví en Japón.
¿Este tema es abordado en otros países?
Aquí en México tenemos al Santo Niño de Atocha, que tiene un santuario en Huescalapa (municipio de Zapotiltic), donde la gente va a pedirle por los niños que nacen enfermos, pero si mueren y no estaban bautizados no alcanzaban la gloria y se iban al limbo.
En otros países se hacen fiestas de cumpleaños para los nonatos, a manera de terapia. Es un tema en el que estamos alejados a comparación de los japoneses, pues desde el siglo pasado ellos celebran el mizuko con regularidad.
Pese a eso, la cultura japonesa se parece a la mexicana; nuestro culto de la muerte tiene mucho en común con ese país: allá se festeja el Obón, que es el Día de los Muertos y la gente pone altares y veladoras, se recibe al pariente difunto y al final del día lo mandan por un camino de veladoras que se va por el río, de regreso al país de los muertos.
“El mensaje del libro es que los muertos nos acompañan hasta que se funden con nosotros mismos, somos todos parte de la misma vida”.
¿De qué tratan las otras crónicas que forman parte del libro?
La mayoría tratan sobre los niños del agua, pero desde diferentes contextos: hay una crónica sobre el tema de los agroquímicos que han intoxicado a niños de Autlán de Navarro, Jalisco; otra sobre una visita inédita que tuvo el Premio Nobel Ōe Kenzaburō con Octavio Paz y Gabriel García Márquez en México.
También hablé sobre el niño Aylan Kurdi, quien murió ahogado en playas de Turquía y que el caso fue un revuelo internacional, por ser tan chiquito y todo derivado de la migración por huir de la miseria, la guerra y la muerte.
Hay otro sobre el teléfono del viento (kaze no denwa), ubicado en el pueblo de Ōtsuchi, donde la gente va y entra a una cabina y habla con una persona que perdió, a manera de terapia y nadie lo juzga. Ese pueblo fue golpeado por el tsunami y perdió a 10 por ciento de la población.
Otra es sobre Jizō, el bodhisattva hermoso del que te hablé; otra es sobre el ritual de los niños del agua y otros rituales que tenemos en México.
Otra crónica es sobre las carpas y el Jardín Japonés del Bosque Los Colomos; algo que ahí cuento es que la hermosa estatua blanca que tienen ahí es Kannon, una bodhisattva, y no la tal llamada diosa Dagoin Sambion, como muchos en Guadalajara creen.
“El libro tiene unidad, a pesar de que no es novela, si lees las crónicas de principio a fin, hay una intención de que aprendas cosas”.
Japón es un país que a los mexicanos nos llama mucho la atención, todos vimos Dragon Ball, Los súper campeones, demás animé; conocemos el país de varias maneras. Incluso el sushi nos encanta y hasta lo hicimos aguachile; pero a pesar de eso, sabemos poco de la cultura japonesa y la profundidad que alcanza.
Organicé las crónicas para que la gente entienda conceptos duros. Eso fue lo difícil: recuperar figuras y conceptos, también hay un glosario para que el lector se sienta familiarizado con los temas que trato.
Hay crónicas muy densas, pero al final se entenderá por qué se trataron. Más que hablar de Japón es entender que la pérdida de un ser humano siempre nos hermana.