I
Las máscaras de la pandemia
Nos hemos confinado, pero si salimos de casa, lo que hacemos es ocultar el rostro; nos enmascaramos para distraer la atención del coronavirus, pero ¿cómo es que nos ocultamos ante lo invisible? Ni la sana distancia, ni los cuidados extremos evitan que la gente se contagie y está la muerte cerca: nos cerca la posibilidad de enfermarnos y, en casos extremos (ya las cifras marcan un número escalofriante), la fría y cruel Muerte desafía la invisibilidad de nuestros rostros. Se burla y nos burla y en un santiamén nos mata.
Caminar las calles de la ciudad es un atrevimiento necesario para muchos; sobrevivir se ha vuelto un azar, una suerte que exige cierta temeridad. Nunca imaginamos que lo invisible nos atemorizara tanto: sin pedir permiso el virus entra a nuestros cuerpos y nos puede “enfriar” la vida, nos puede dejar bien tiesos y hacernos “polvo”.
II
Un árbol de lluvia de oro
Teme tumultos. Busca calles vacías. Algunos sin cubrebocas. Rehúye encuentros. Evade. Camina lugares solitarios. Ciudad y barrio. Algunos autos lentos. Luego sorpresa. Abre ojos. Esquina florecida. Alto árbol destella luz. Cielo. Sol. Flores. Invadida mirada. Amarillos. Caen. Encuentra poema-árbol. Lluvia total.
III
El Paraíso en el aparador
A principios de los años noventa vivía yo en una colonia al otro lado de la comunidad de los hermanos de la Luz del Mundo. Tenía, entonces, que ir hacia las calles Revolución y Corona para tomar mi transporte. Una tarde bajé del Centro de la ciudad hacia ese punto: en la confluencia de esas calles miré un tumulto. Fui a toda prisa. Me abrí paso entre la gente hasta estar frente al aparador de Blue Colash.
Abrí desmesuradamente los ojos: creí estar ante el Paraíso. Daban rondines, dentro del aparador, al menos veinte mujeres en bikini. Una y otra vez, una y otra vez. Sentí babear. Escurríamos todos los que estábamos allí. Se podía ver, no tocar: un cristal nos separaba del espacio que, así lo creímos, era el Edén. Ese Edén nos estaba prohibido; era como en el cuento de Kafka “Ante la Ley”, donde un campesino espera por largo tiempo cruzar la puerta para encontrar la Justicia, pero los guardianes le impedían entrar… Lo nuestro no era una puerta ni unos centinelas armados, era un cristal lo que nos separaba. De cuando en cuando, a la hora que pasaban ante nuestra mirada, tocábamos el cristal y ellas sonreían. Una y otra vez. Una y otra vez. Cada ronda las muchachas vestían un diferente traje de baño. Y los silbidos hacían manifiesto el deseo. Y el deseo nos apremiaba. Y el apremio era nuestra máscara.
Durante dos horas estuvimos allí. El tumulto era una unidad y esa unidad estaba inflamada de lujuria. Pero un cristal impedía que como lobos nos lanzáramos tras la presa. Fuimos el ardor… ¿y ellas? Aullábamos…
Al final —cuando las mujeres ya no volvieron a aparecer— todos y cada uno nos dispersamos. Nos relamíamos como los perros de carnicería. Nos alejamos, oscuros de lujuria. Cada uno de nuevo a su triste existencia, creyendo haber visto –o soñado– el Paraíso, al que no pudo acceder. Grises como habíamos llegado quizás esa noche tuvimos sueños húmedos, donde el color de las pieles de las muchachas en bikinis multicolores nos tornaron más vivos, al menos por un par de horas.
Yo volví algunas tardes a buscar la pasarela de las amazonas, pero ya jamás pude encontrar ese sueño feliz —lo recuerdo ahora con toda claridad— que fue el Edén de Blue Colash.
IV
En la Talpita
En treinta años que tengo de vivir en Guadalajara nunca he ido a la colonia Talpita. Alguna vez mis padres nos contaron que allí, a finales de los cincuenta y principios de los años sesenta vivieron con unos parientes.
Tengo una antigua fotografía de mis padres, muy jovencitos, donde también aparecen mis dos hermanas mayores. No digo que la imagen se haya tomado allí, si no que me hace recordar. Cada vez que la veo traigo a mi memoria que alguna vez ellos, mis padres, estuvieron en Guanatos.
De acuerdo con las crónicas familiares, durante su estancia en la ciudad mi padre trabajó en un taller de tapicería, él que toda su vida fue electricista como mi abuelo Gabino, su padre; pero tal vez un año cambió de oficio. Y como era un aprendiz, según eso una mañana al intentar cortar una pieza de piel sufrió una cortadura en su mano izquierda que lo inmovilizó por unas semanas, las suficientes para decidir que Guadalajara no era el lugar donde querían vivir.
Entonces volvieron a Zapotlán, donde nací y crecí. Y escuché de sus labios su travesía por la capital. Y la colonia Talpita para siempre quedó en mí como un lugar mítico. Nunca he querido ir para no borrar lo que en mi imaginario fue y es. He preferido mantener esa imagen del lugar como Dios me da a entender: ésa que surgió de la narración de mis padres, que una noche, a mí y a mis hermanas mayores, nos contaron.
Talpita, en todo caso, está intacta. El espíritu de mis padres está allí; si alguna vez fuera se borraría y no quiero que pase.
No, señor, no quiero que pase…