Cuenta Suetonio que la estatua de Júpiter, a quien Calígula había ordenado trasladar a Roma, lanzó tal carcajada cuando la tocaron, que las máquinas cayeron y los obreros huyeron despavoridos. Ello constituyó, como señala el autor de Vita Caesarum, uno de los muchos augurios de su muerte.
Cayo Julio César Augusto Germánico no era precisamente cauto en su relación con las divinidades. Entre otras cosas, celebraba conversaciones secretas con la efigie de Júpiter Capitolino, en una de las cuales, según describe el mismo biógrafo, con gesto arrogante la amenazó: “Prueba tu poder o teme el mío”; en otra ocasión sustituyó la cabeza de la estatua de esa deidad por una reproducción de la suya…
De acuerdo a los planteamientos de Miguel Requena Jiménez, en su excelente estudio Omina mortis / Presagios de muerte. Cuando los dioses abandonan al emperador romano (Abada editores, 2014), resulta complejo el origen de los relatos ominales: ellos responden a la situación histórica del personaje cuya muerte anuncian, pero constituyen asimismo un reflejo deformado ‒irónico, en ocasiones‒ de la percepción popular de la figura de cada emperador y su programa ideológico.
Los prodigios, entendidos como un acontecimiento extraño que rebasa los límites regulares de la naturaleza, representan uno de los elementos centrales de la religiosidad romana. Tradicionalmente suelen ser valorados por un lado, formando parte de la adivinación, como una advertencia divina a los hombres sobre la ruptura de dicho vínculo y, también, como expresión de la ira de los seres sobrenaturales.
Sin embargo, escribe el investigador español: “Mucho más que la acción directa de la divinidad sobre una comunidad para castigarla, los romanos temían las consecuencias del abandono de la protección divina”. Un prodigio en ese contexto no es una advertencia de la ruptura de la relación entre dioses y hombres, sino “la materialización del fin de la protección divina hacia una comunidad o persona”; esto es, son valorados “no como mensajes, sino como síntomas de una situación alarmante”.
La concreción de dicho abandono toma diversas formas: el movimiento de las estatuas de dioses (que de acuerdo a esa mentalidad participan de la personalidad y esencia del modelo) que se ríen, caen, sudan o vuelven el rostro a otra parte; puertas que se abren; errores rituales: la huida de la víctima, manchas de sangre o la extinción del fuego, que ofuscan la necesaria pureza para aproximarse a lo sacro; el temor a la oscuridad de la noche, y animales ‒búhos, lobos y algunas aves‒, entre otros símbolos, que no hacen sino augurar hechos funestos.
Tratándose de los emperadores, esos presagios son doblemente graves, en vista de que tales figuras ostentan el poder a causa de un don divino. Y esa protección se recibe cuando la persona ejerce su mandato en concordancia con las virtudes de los dioses. El beneficio recibido en esos casos será para toda la comunidad, como ocurrió con César y Augusto, quienes eran considerados no sólo intermediarios ante los dioses para el bien de los demás, sino en ocasiones hasta dioses protectores en sí mismos. Inversamente, el daño afectará a la colectividad que se encuentra bajo su gobierno; el caso de Calígula o Heliogábalo, entre otros.
Numerosas cosmogonías de la antigüedad consideran el caos como principio. El cosmos es resultado de la transformación que establece un ser superior, gracias a la cual es posible no sólo invertir esa situación, sino igualmente mantener el orden en la Tierra (trátese de la fecundidad de campos y animales, ciclo natural de las estaciones, etcétera), proteger de la amenaza constante de aquellas fuerzas primigenias. De ahí su importancia.
Así, el fin de la tutela divina implica la irrupción de lo salvaje y lo caótico en el espacio de la ciudad, ámbito por excelencia de lo humano, de acuerdo a esa concepción. Bárbaros (la onomatopeya que en su génesis designaba a aquellos que balbucean, según la percepción de quienes hablaban griego) continúa siendo en la Roma antigua un concepto que más allá de la esfera del lenguaje, confronta las nociones del yo y del otro, relacionales y con diversas configuraciones a lo largo de la historia.
¿Ha visto (recientemente) a la Minerva, al águila, al charro toser mientras recorre la glorieta? ¿Ha rezado, repetido un mantra, ha hecho respiraciones? ¿Ha desinfectado más de dos veces lo que compra en el mercado, jurándose a sí mismo que en adelante sólo comerá alimentos cultivados por mano propia? ¿Ha querido golpear al conciudadano que disloca el orden de la máscara, el gel, la distancia? ¿Se ha maldecido por olvidar los guantes, meter la mano a la bolsa, rascarse (por distracción) una oreja antes de llegar a casa? ¿En qué mundo tan cierto se encuentra? Ah, los presagios y sus ritos…