Luis Sandoval Godoy siempre conservó un aire de seminarista. Será porque leía latines o porque, aseguran algunos, a diario acudía a misa a Catedral. “Y más si son gregorianas”, afirmaba alegre el poeta Ernesto Flores. Se podía hablar brevemente con él, vía telefónica, en su trabajo del periódico. Y poco menos en su teléfono particular y con la condición de que la llamada fuera antes de las seis de la tarde. “Una vez le hablé como a las ocho de la noche —recordó alguna vez Ernesto Flores—. Al concluir me preguntó: “¿Por qué te estás desvelando?”.
Fue en casa de Flores donde lo conocí. “Vente el jueves a las cinco de la tarde. Van a venir los muchachos y te los quiero presentar”. Acudí a la cita puntual. Nadie había llegado. Minutos después se presentó la poeta Paula Alcocer, más tarde Víctor Hugo Lomelí, bordeando las seis apareció Luis Sandoval Godoy, y otros de la misma generación. Conversamos, a manos llenas, sobre Juan José Arreola y Juan Rulfo. Pasadas las ocho de la noche comenté: “Me voy a retirar. Ya pasan de las ocho y los muchachos no llegan.” “¿Qué? —exclamó Flores señalando a los miembros de la sala—. Los muchachos son ellos”. Corría el año de 1986.
Leer a Luis Sandoval Godoy (El Teúl, Zacatecas 1927-Guadalajara 2019) era enterarse de cómo andaban los pueblos de Jalisco y allende sus fronteras. El contraste era de escándalo entre su crónica y los informes oficiales. Acá, pueblos vetustos de siembra de maíz, artesanías y fiestas patronales. Allá las flamantes obras de carreteras, infraestructura municipal y cientos de etcéteras. En la presentación de uno de sus libros en la Sala del Cabildo de Guadalajara estaba una señora arregladísima (emperifollada es la palabra):
“Ay —dijo—, cómo me gusta leer a este señor de El Informador. Va de pueblo en pueblo registrando sus costumbres y retratando viejitos sin dientes”. Otro de sus lectores expresó allá por el año de 1988: “Hay un escritor llamado Luis Sandoval Godoy, que lo conocí por sus artículos en el periódico. Al leer sus trabajos viajo con él. Tiene poder para llevar a la gente por donde él va. Pinta maravillosamente los paisajes. Los mejores adjetivos que encuentro para su prosa son: comestible, digerible, sabrosa”. El nombre de este lector es Elías Nandino. Otro de sus lectores escribió: “Afortunadamente, la obra de Sandoval Godoy goza de buena salud. Su ímpetu narrativo, su espíritu de observación fincado en lo mínimo de cosas y sujetos —ah, maestro Azorín— y su prosa asidua le deparan largos, anchos caminos y campos a conquistar”. Su nombre, Agustín Yáñez en el prólogo de Haciendas.
La amistad de don Luis con los hermanos Valdés Huerta fue grande. Primero acompañó unos días de 1945 a Ángel, párroco de Zacoalco, en la carga de ladrillos y agua para la construcción de la capilla guadalupana del El Cerrito de ese lugar. “Llegábamos a la casa de los Jiménez, en el barrio de la Cruz Verde”. Luego con el padre Nico y sus investigaciones sobre La Cristiada. Cuando don Luis recibía visitas en su casa del centro, donde siempre presumía una bandera utilizada por los cristeros.
Su trabajo como periodista e investigador cubrió otra faceta de Sandoval, la de cuentista. En 1965 ganó el Premio Jalisco por el libro Las malas lenguas, publicado años después por la editorial Coatl. En el año de 1988, la revista El Cuento opinó sobre un trabajo suyo: “‘El peso de la palabra’ es un cuento que publicaremos con placer. Merece superlativos por su estructura, nivel de lenguaje y manejo del tiempo. Nuestros lectores lo apreciarán y aprenderán de Luis Sandoval Godoy, a quien agradecemos su colaboración”.
Amanecía el Jueves de Corpus de 2019 cuando el corazón de Luis Sandoval Godoy dejó de latir. En los conventos tapatíos, de seguro, se rezaban laudes.
A la hora tercia la noticia de la muerte de Luis Sandoval Godoy, el escritor católico, era conocida.