Lunaria

En "Lunaria" la dominación imaginativa va en el sentido de alertar sobre la falsa idea de un ser humano libre y saludable, muy contrario a la imagen de la heroicidad que ofrecen gran cantidad de relatos

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Coexistir bajo un cielo artificial, iluminado por un sol cuántico, con lluvias intermitentes, ordenadas según el estado de ánimo de los dioses químicos, hacía posible que hubiera noches en las que, en lugar de mostrarse una luna en la expansión profunda del espacio, aparecieran hasta tres lunas en sus diferentes fases.

Bajo tales condiciones, mejor que hablar de traslación evolutiva, era preferible fijar la atención sobre la incontrolable deformación psicológica que sufrían los personajes de Lunaria.

En uno de los barrios había un hombre que deambulaba, todas las tardes, con gafas ahumadas. No soportaba la luz del sol artificial que giraba ondulatoriamente. Hablar por más de una hora con alguien, era como echar toda su energía y acabar asquerosamente sucio y sin voluntad. Prefería visitar alguna de las seis plazas multiculturales que estaban en la zona alta, donde permanecía por varias horas haciendo pesquisas en mapas lingüísticos y antropológicos.

Había sido profesor durante dos décadas en una universidad bastante alejada de los centros urbanos, en la que enseñó antropología estética y estudios analíticos sobre literatura gris. Para llegar a su centro de trabajo, debía trasladarse en taxi aéreo para efectos de puntualidad. Ahora, después de todos esos años de haber profesado conocimientos acerca de una realidad social cada vez más incomprensible, se había convertido en freelance; daba consultorías para la creación de eslóganes ideológicos y publicitarios.

En Lunaria, de J.J. Undra, la dominación imaginativa va en el sentido de alertar sobre la falsa idea de un ser humano libre y saludable, muy contrario a la imagen de la heroicidad que ofrecen gran cantidad de relatos, incluso -con hiperbólico énfasis-, muy distante de las novelas donde suelen pulular anárquicos antihéroes.

Como muchos de los personajes que transitan por la vida de las palabras de Lunaria, existía un extranjero al que se le conocía como “el pintor tenebroso”. Este sujeto, durante las noches se dedicaba a recrear los rostros de cada uno de los paseantes con quienes se había topado en las calles o en alguno de los elevadores del edificio de veinte pisos, donde trabajaba como traductor de varias lenguas. Los rostros de todos ellos nada tenían que ver con lo que otras mentes habrían observado. La explicación resultaba sencilla. Para el traductor diurno y pintor de madrugadas, los seres humanos contenían diversos rostros, ocultos para la mirada de los comunes.

Fue su esposa quien, una de esas noches en las que no podía dormir debido a un cólico menstrual, al ver el retrato que “el pintor tenebroso” estaba a punto de concluir, y por el que, gracias a su sexto sentido, la joven mujer cayó en la cuenta que se trataba, ni más ni menos, que de su propio padre, interrogó:

-¿Es así como percibes a mi padre? –dijo, y enseguida la dobló el intenso dolor, obligándola a apretar las manos sobre el respaldo de una silla antigua.

-¿Cómo podría pintar a tu padre, si ni siquiera lo conozco? –se defendió el esposo, petrificando la sonrisa que se le había hecho mientras observaba a su mujer.

-¡Porque lo sé bien! –exclamó ella. Y añadió con la voz quebrada por el cólico:-Porque reconozco en ese rostro el rostro de mi padre.

-¿Qué te hace estar tan segura de que es el rostro de tu padre? –interrogó el marido, con la mirada de un maniaco, percibiendo a la vez el escurrimiento de la abultada sombra, tenue en sus temblores, en la quietud del piso nacarado.

Pero ella, al notar que nunca recibiría la respuesta que esperaba, gritó con los ojos desbordados de desprecio:

-¡Eres un maldito! Tus retratos son seres diabólicos. En ellos está lo que dentro de ti existe. Quienes te conocen, ni se imaginan lo abyecto y perverso que es tu espíritu… ¡¡Cerdo malagradecido!!… ¡Perro hediondo!… –y bajó la voz hasta convertirla en un murmullo: – Te aborrezco… Te aborrezco…

Tras expresar esto último, la joven señora tropezó y cayó de bruces. El pintor, mejor que ir en busca de alguna pomada coagulante para contener la hemorragia que se le había hecho en la nariz a su esposa, prefirió hacer un boceto del desfigurado rostro.

El traductor diurno y pintor de madrugadas acabaría padeciendo una metamorfosis enloquecedora. Experimentar una vida doble con todas sus horas, habían hecho de él un ser absolutamente intratable. Por otra parte, el exprofesor universitario, paulatinamente había venido sufriendo frecuentes estados paranoicos. Se sentía perseguido por fuerzas que podían desbaratarlo en un instante.

Ambos, traductor y exprofesor universitario, no sabían que existían en Lunaria. Eran unos desconocidos, como muchos otros desconocidos en el mundo de la novela de J.J. Undra.

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