Luto en las redacciones

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Su escudo, rematado con la efigie del águila y la serpiente y no con la corona como en España, lo cruza desde el 16 de octubre una cinta negra: “La Academia Mexicana de la Lengua participa con profunda pena el fallecimiento del ilustre y querido Miguel íngel Granados Chapa, miembro de número de esta Corporación”, reza el obituario.

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En la portada de la vieja edición de Los periodistas que leí en préstamo bibliotecario, tres hombres caminan muy juntos: Uno alcanza con su palma el hombro más lejano del que va al centro, en un abrazo sólido que hace parecer los pasos firmes, decididos, como si avanzaran por el Paseo de la Reforma hacia una cita urgente. Los siguen una multitud de retazos en la imagen: pies en el momento de alzarse, posarse, sucederse; cabezas, brazos, torsos trajeados de solapas anchas… Sus rostros son los de tres hombres en la primera madurez, las canas, las calvas, las barrigas incipientes. Camisas blancas y corbatas. Ninguno de ellos es Miguel íngel Granados Chapa. Si hubiera buscado su retrato o el de Julio Scherer, Abel Quezada o Gastón García Cantú –los tres de la foto– para comparar anatomías y enlazar nombres, habría sabido que contra la impresión derivada del relato testimonial contenido entre esas tapas de cartón desmoronándose, Granados Chapa no era de esa generación, sino quince, veinte, veinticinco años más joven.
El 8 de julio de 1976, Granados Chapa era uno de “los migueles” y subdirector editorial de Excélsior junto con López Azuara; tenía 35 años, provenía de una infancia austera en Pachuca, se había escapado de la escuela militar con mucha suerte, licenciado al unísono en las facultades de derecho y periodismo de la UNAM, ejercido la docencia ahí y en la Iberoamericana, escrito para el semanario Crucero, participado en el breve movimiento democrático cristiano, sido jefe de redacción de la agencia Informac, y escalado posiciones en Excélsior desde el modesto puesto de corrector de originales.
Y se estaba quedando sin empleo, expulsado a la mala del “diario de la vida nacional”, sin duda el mejor y más influyente periódico de América Latina hasta ese momento, bastión de una incipiente e incómoda libertad de expresión pública, carcomido desde dentro por órdenes e interés del gobierno federal, presidido entonces por Luis Echeverría ílvarez. No iban a ningún sitio los de la foto ni Granados Chapa. Tuvieron que pasar varios meses para que fundaran el semanario Proceso, del que don Miguel íngel iba a ser director gerente hasta 1977 para luego pasar por las páginas y oficinas de El Universal, La Jornada, Unomásuno, la revista Mira y Radio Educación.

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“Lo suyo no era el cuidado de la salud, pero a fines de 2007 lo afectó un padecimiento que le imprimió un color verdoso en la piel y lo hizo perder cerca de 20 kilos en unas cuantas semanas”, escribe Humberto Musacchio en la biografía profesional que publicó sobre su amigo apenas el año pasado, como parte ya de una serie de homenajes y reconocimientos que el presentimiento de un final pospuesto pero próximo precipitó sobre Granados Chapa: el homenaje de la Fundación Nuevo Periodismo, el doctorado honoris causa de la Universidad Autónoma Metropolitana y la medalla Belisario Domínguez que otorga el Senado de la República, entre otros.
Elena Poniatowska le decía “el notario” y los amigos burlones, el “Sr. Constitución”, pero Granados Chapa era más conocido por ser la pluma sagaz de varias columnas (La calle y Diario de un espectador en Metro e Interés público en Proceso), pero especialmente de Plaza Pública (Reforma), que también fue programa por largo tiempo en Radio UNAM y que por 34 años tomó el pulso de la vida nacional, hasta el más extremo final, apenas dos días antes de su muerte y justo en la postrera línea: “Esta es la última vez en que nos encontramos. Con esa convicción digo adiós”.

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