Mario Levrero fantasmal

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Más que escribir, le interesaba recordar, ahondar en el alma dormida. Eso atribulaba y enajenaba a Mario Levrero (Montevideo 1940-2004): hallar el punto donde emergía el fuego que lo hacía crepitar como si se tratara de una hoja seca. “Mis narraciones son en su mayoría trozos de la memoria del alma, y no invenciones”, escribió en El discurso vacío (1996). La escritura entonces se convirtió en un medio más que en un fin: dejar constancia de ese ahondamiento, ya fuera en un diario o en un texto de ficción –aunque el primero no excluye lo segundo, tratándose de Levrero–. “Diario de un canalla”, en El portero y el otro (1992); “El diario de la beca”, en La novela luminosa (2005) y “Ejercicios” y “El discurso vacío”, en la novela homónima; en los que se percibe un aliento autobiográfico, dan prueba de ello.
Metafóricamente, en sus textos se puede hallar desde un cadáver insepulto hasta el mausoleo más exquisito o estrambótico. Levrero se paseó por la irrealidad, a menudo con una actitud ensoñadora; mas no buscaba evadir la realidad, sino “una percepción agudizada de ella” (Malva E. Filer, 1995.) Si en la trilogía involuntaria, compuesta por las novelas La ciudad (1970), París (1980) y El lugar (1984), la escritura tiende al encierro y lo laberíntico, donde los personajes recorren, a veces por decisión propia o impulsados por fuerzas ajenas, espacios fantasmagóricos y alucinantes para al fin no hallar nada; en El discurso vacío –un diario que al final es novela– ya no más irrealidad y ficción, sino una especie de imaginería personal: su obsesiva tendencia a soñar y recordar.
En lo inexplicable Levrero halla tierra fértil para dar letra a sus obsesiones: en el cuento “Gelatina”, un vagabundo anda en busca de Llilli, una prostituta que siempre le está prometiendo encontrarse con él, pero con la que nunca logra cruzar más de tres palabras; en tanto, la “Gelatina”, al ocupar extensiones cada vez más grandes de la ciudad, obliga a sus habitantes a replegarse en una especie de gueto: un autoexilio.
Levrero le es fiel a esa recurrencia de que sus personajes vayan, busquen, recorran, pero a los que les está vedada la vuelta atrás. Los personajes, así, son a lo más una parte de ese engranaje oscuro, culposo y de destierros involuntarios e impuestos que lo hermana con Kafka: porque hay un universo que pesa detrás; además de ejercitantes de la ensoñación en la realidad que lo liga con su paisano Felisberto Hernández.
Tras la lectura de tres novelas y algunos cuentos sueltos, sus libros están descatalogados. Tengo la impresión de que Levrero es un escritor indefinible, como si tuviera un caparazón para ocultarse de las miradas que intentan situar su perfil: ¿género fantástico, ciencia ficción o realismo introspectivo? Todo esto sin embargo no acaba de definirlo del todo, y quizá poco importa: en El discurso vacío un escritor decide comenzar un diario y una serie de ejercicios caligráficos, convencido de que hay “una profunda relación entre la letra y los rasgos del carácter.” Es decir, su persona mejorará en la medida en que varíe la conducta observada en la escritura. Pero los sueños adquieren cada vez más relevancia en el tono general del libro: van apoderándose de los ejercicios y del discurso, y sus tentativas, caligráficas y humanas, no fructifican. El autor, un fantasma que se pasea en las páginas, vive pendiente ya de descifrar (nunca olvidar) dichos sueños.
Si bien aquí, al contrario de las novelas de la trilogía involuntaria, no hay espejismos y paisajes recurrentes, lugares y personajes sin nombre, sí persisten las atmósferas que tienden a erigirse como prisiones y delirios: el diarista debe salvarse, primero de sí mismo, y después de aquello que rompe su soledad, necesaria para soñar y entender lo soñado.
En “El lugar del excéntrico”, Geney Beltrán Félix aventura que el autor “raro” desdeña “el cultivo minucioso de la fama y los premios”, pero que hay “una adultez exigida en sus lectores posibles” (Nexos, 2007). Levrero tal vez encaja en ello; él mismo escribió en “Entrevista imaginaria con Mario Levrero”: “Sería más interesante para los críticos si Mario, en vez de escribir, hubiera cometido, por ejemplo, un asesinato” (Revista Iberoamericana –número 58–, 1992.)
Hasta hace poco no se editaban sus libros, y los que había pasaban de mano en mano y antecedidos por mensajes sigilosos y guiños cómplices. Nada mejor para abonar a las señas generales de un escritor afantasmado.

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