En las protestas de acción climática (Just Stop Oil) se usaron pinturas icónicas de museos europeos para denunciar la prioridad en la protección de obras de arte con respecto al cuidado del planeta, planteamiento que Jessica Marcelli Sánchez, historiadora del arte, revisó desde la función del museo como un espacio de memoria e identidad colectiva.
En la National Gallery de Londres un par de activistas aventaron una lata de sopa de tomate a Los girasoles que Vincent Van Gogh pintó en 1888.
Luego, arrodilladas, las activistas untaron pegamento en las manos: una queda adherida a la pared y la otra a la lata. Y lanzaron, entre otras, una pregunta ¿estás más preocupado por la protección de una pintura o por la protección de nuestro planeta y la gente?
“El propósito, hasta ahora, fue encender la alerta al problema medioambiental, no a la destrucción directa de las obras, lo que generó polémica entre ecologistas, artistas e historiadores del arte con suposiciones del tipo ‘¿si el vidrio se hubiera roto? ¿Si la sopa se hubiera infiltrado?’, tensión propiciada por los manifestantes ante la posibilidad de perder un bien cultural valioso y único”, explica Marcelli Sánchez.
En el sentido de perder un bien valioso, no por el valor monetario de Los girasoles valuados en 80 millones de euros, sino cultural, dentro de espacios solemnes como los museos, cuyo origen se remonta, de acuerdo con Marcelli Sánchez, a la preservación de lo que somos y cómo llegamos aquí.
“El primer museo en forma es el Louvre, en París, inaugurado en 1863, que no nace con la única intención de mostrar y exhibir piezas científicas y artísticas, sino ante la devastación y destrucción de ciudades y sociedades enteras a partir de la revolución francesa y de las campañas napoleónicas”.
Así nació la conservación de bienes de la aristocracia y de la Iglesia, instituciones contra las que lucharon esos movimientos.
“Toda esa acción de destrucción llevará una reacción de la consideración del concepto de patrimonio cultural que se consideraba conformado por bienes culturales que representaban a toda una sociedad y que planteó la idea de que si se destruía, no quedaría un solo recordatorio del porqué estamos aquí”, aseveró
Así fue como arrancó el sentido de identidad a través del patrimonio artístico y cultural y la invención de las instituciones dedicadas a su resguardo. Con el tiempo, los bienes culturales de un lugar o producido por artistas renombrados se reafirman como bienes mundiales apropiados por un gran sector de la población.
“Las obras no se consideran reliquias o muertos expuestos, sino memorias y colectividades que unifican valores en bienes comunes y nos recuerdan un pasado y un desarrollo en común que traducimos en una identidad colectiva”.
Para Jessica Marcelli Sánchez, las protestas en contra de obras de arte brindan la oportunidad de pensar a través de la bioculturalidad como acción.
“Es decir, de la naturaleza inseparable de las acciones humanas y, a partir de esta perspectiva global, tomar las decisiones y acciones de nuestro entorno natural y social fusionado de este entorno”, explicó.
Se trata de una propuesta para ver el patrimonio desde una perspectiva que permite desarrollar nuevas metodologías para estudiar la problemáticas de los museos, aspectos naturales.
“Y, sobre todo, no tratar de elegir qué tiene más o menos valor, la naturaleza o las obras artísticas que pueden provocar enfrentamientos teóricos interminables”, advirtió.
Un museo es un monumento erigido para la construcción de las identidades globales, un balance entre naturaleza y humanidad, y una advertencia de la naturaleza destructiva inherente de la humanidad.
“Esto nos da la oportunidad de pensar los museos como memorias colectivas: un recordatorio de que la destrucción puede aniquilar la identidad de pueblos enteros y, si integramos esta visión biocultural, nos demuestra que esta destrucción puede aniquilar el mundo entero directamente”, concluyó.