¿No estoy entonces en trance de unirme a la familia moralista por el hecho mismo de que me excluyo de ella y de que la condeno?
Tzevetan Todorov
Por moralismo entendemos el tipo de actitudes que pretenden imponer su punto de vista sobre la manera en que tendríamos que comportarnos en sociedad o en nuestra vida privada. El ejemplo más típico del moralismo lo encontramos en las prescripciones proveniente de algún culto religioso que, además de establecer criterios sobre la manera en que habríamos de conducirnos en tanto que ciudadanos, también restringen lo que se debe comer, la manera de vestir, lo que es posible decir y hasta lo que es lícito pensar.
El moralista está convencido de que los criterios que adopta para distinguir el bien del mal son los correctos y percibe como un acto de congruencia el tener que acatarlos, procura que los demás adopten sus creencias y condena a quienes siguen conductas contrarias a su concepción del bien. También es común que el moralista se asocie con otros individuos que comparten sus creencias, siendo capaces, en multitud, de destruir obras de arte por considerarlas inmorales, linchar a quienes, según su parecer, tienen conductas o pensamientos “indecentes”, censurar la literatura o cometer actos terroristas, entre la inmensa cantidad de posibilidades que pueden utilizarse para reprimir a quién suponen que hace el mal.
Por lo dicho, podemos inferir que en el moralismo se manifiestan con nitidez algunas paradojas: 1. El moralismo, al procurar el bien, puede cometer actos maleficentes; 2. Las concepciones del bien del moralista pueden ser contrarias a otras ideas del bien; 3. Dado que todos tenemos concepciones de lo bueno y lo malo parece muy difícil no ser moralista, y 4. Si la vida pública se soporta en criterios morales, no parece fácil escapar a la presencia del moralismo.
La historia nos deja muestras precisas de los terribles atentados que contra la humanidad se han cometido en nombre de posiciones morales indubitables. Con ello recordamos el apartheid, el nazismo, la Inquisición o la quema de la biblioteca de Alejandría, sólo por traer a tema algunos acontecimientos destacados. Pero no con menor furia se destacan comportamientos análogos en familias, colonias, sindicatos, países y hasta universidades. El criterio que reza: “El que no está conmigo está en contra de mí”, parece ser el sino del moralismo. Pero cuando, a pesar de las enseñanzas de la historia, se siguen cometiendo las mismas tropelías en nombre de una moral superior, la creencia en el desarrollo del intelecto se pone en crisis.
Alguna vez me platicaron la historia de unos revolucionarios que, en su afán de combatir la injusticia, cometieron infames injusticias. El neo-moralismo al acometer en contra del moralismo, llega a adoptar los comportamientos que con tanto ahínco pretendía combatir. Si bien los moralismos confesionales siguen vigentes, han surgido otros nuevos con un carácter secular, pero no menos furiosos. Su auto-reconocimiento como “garantes de la verdad” genera nuevas cosmovisiones morales. Los nuevos moralismos, al igual que los de antaño, ostentan una superioridad moral, son vigilantes del que piensa lo contrario, prefieren la agresión antes que el diálogo, imponen cómo debe ser el lenguaje correcto, juzgan negativamente al que piensa diferente, elaboran una nueva retórica, dictan reglas de conducta, procuran que su cosmovisión se haga ley y no se responsabilizan de las consecuencias de sus acciones. Los neo-moralistas conforman cofradías que asumen lo que es política y moralmente correcto valiéndose de las nuevas herramientas de comunicación para descalificar, juzgar o arengar en contra de quienes, en un juicio sumario, les asignan el calificativo de tontos, malvados, ignorantes, corruptos o inhumanos.
Una moral susceptible de ser revisada a partir del consenso y la racionalidad parece contribuir al desarrollo armónico de la sociedad; el moralismo atenta contra ella. Si bien una actitud moral que sugiere una revisión crítica de nuestras creencias pudiera asumirse como una alternativa moralista más, muy probablemente no sea así ya que, al sentir la necesidad de revisar racionalmente nuestras más profundas convicciones, asumimos la posibilidad de estar equivocados, renunciando así al autoritarismo moral que reprime, impone y humilla.