Hace unos días se anunció que se había otorgado el premio Cervantes al novelista uruguayo Juan Carlos Onetti. El premio Cervantes es uno de los más importantes del mundo y Onetti es uno de los mejores escritores de nuestra lengua. Desde hace años vive en Madrid, desterrado como tantos otros escritores hispanoamericanos –argentinos, cubanos, chilenos, uruguayos, bolivianos– que han tenido que dejar sus países, huyendo de las dictaduras de nuestro continente.
Hay escritores de muchos libros y hay escritores de un solo libro. Onetti pertenece al primer grupo. Sin embargo, lo que distingue a su obra no es tanto la abundancia, la variedad o la diversidad como el rigor y una suerte de obstinación que lo lleva a tocar una y otra vez ciertos temas. El verdadero nombre de esa obstinación es fidelidad a una versión muy personal y muy auténtica de la realidad y el hombre. Se ha dicho que esa visión es negra. En un mundo como el nuestro, ¿cómo podría no serlo? El pesimismo, en nuestras circunstancias, es saludable. Rodríguez Monegal ha definido así la obra de Onetti: “sin dejar de ser arte, es testimonio y agonía”.
Onetti representa, en la lengua española, una corriente novelística que viene de Céline, Dos Passos y Faulkner. Por sus temas y su concepción de la existencia humana hace pensar a veces en Sartre, aunque yo creo que Onetti –como artista, no como pensador– es superior al escritor francés. A pesar de estos parecidos, Onetti es un novelista profundamente hispanoamericano: sus novelas y cuentos no podían haber sido escritos sino en y desde Buenos Aires y Montevideo. Creo que ésta es una de las características de la literatura hispanoamericana: nuestro cosmopolitismo, lo mismo en el caso de Reyes que en el de Borges, está arraigado a nuestra historia, a nuestra tierra y a nuestras ciudades. Borges es un cosmopolita que sólo podría ser de Buenos Aires. Lo mismo sucede con el nativismo de Vallejo y Neruda: su americanismo está teñido de cosmopolitismo.
Hay escritores que crean un lenguaje: el ejemplo máximo moderno es Darío; otros que recrean una atmósfera, un clima físico y espiritual, como nuestro López Velarde; otros, en fin, que son creadores de un mundo y de una sociedad. Son los historiadores y geógrafos de los imaginario. Onetti es de los últimos: en sus novelas y cuentos transitan hombres y mujeres que con frecuencia son más reales que las gentes con las que nos cruzamos todos los días en calles, oficinas y reuniones sociales. Se le ha llamado scritor realista pero los escritores realistas copian a la realidad y las copias siempre son inferiores a los modelos. Este es el gran defecto del arte realista: nunca es bastante real.
Cuando yo era joven sentía desesperación y rabia al ver la indiferencia y el desdén con que se juzgaba en el extranjero a nuestros países, a nuestra literatura y a nuestro arte. Sin embargo, poco a poco, después de la segunda guerra mundial, los críticos advertidos de todo el mundo comenzaron a darse cuenta de que una nueva literatura había nacido: la latinoamericana. Digo latinoamericana porque nuestra literatura se bifurca en dos ramas: la hispanoamericana y la brasileña. Ahora todos saben que en menos de un siglo han aparecido tres grandes literaturas mundiales: en la segunda mitad del siglo XIX la rusa y la norteamericana, en este siglo la de nuestros países. Se decía que América Latina era un continente rico en materia prima, generales y caudillos; hoy podemos decir que también es rico en poetas y novelistas. Saber esto me reconcilia, a veces, con nuestra terrible realidad.
México, 1981