
La poesía visual parece acomodarse justo en el intersticio, apenas perceptible para algunos, que surge entre dos lenguajes: la palabra y la imagen. A pesar de la poca repercusión que ha encontrado en la crítica y la producción editorial, esta amalgama entre lo verbal y lo visual emerge gracias a la exploración que algunos se han atrevido a emprender experimentando con la combinación de estos dos horizontes.
Aunque algunos escépticos lo cuestionen, lo cierto es que la tradición poética ha demostrado que la poesía también se mira. Lo han comprobado a lo largo del tiempo quienes no consideran las fronteras como muros intransitables, sino como puentes creativos, y han visto las manifestaciones artísticas como un conjunto de vasos comunicantes que potencian la creación en una suerte de libertad plena.
En este sentido, la poesía visual traza un mapa donde convergen y se fusionan dos lenguajes, el verbal y el visual. Por eso, esta manifestación de la poiesis no se conforma con ser leída: quiere ser observada, recorrida con los ojos de quienes reniegan de la lectura lineal. Así, el poema visual se conforma como un archipiélago, como un territorio donde la palabra abandona el tiempo lineal y se convierte en espacio liberado; y donde lo icónico se alinea con el tránsito temporal de la palabra.
Pienso en Mallarmé, quien mostró que la escritura puede naufragar en la página. En su obra Un coup de dés, las palabras flotan como restos a la deriva. El verso ya no avanza, se despliega y se hinca ante la mirada del espectador. Leer exige transformar la mirada en un caleidoscopio que no se rige por la convencionalidad: a veces de izquierda a derecha, otras de arriba hacia abajo o incluso en círculos. El blanco tipográfico, lejos de ser un vacío, se convierte en parte del sentido. El silencio también se manifiesta como ente significativo.
Recuerdo los caligramas de Apollinaire, donde la poesía comparte su transmisión verbal para amalgamarse con la iconicidad. Las palabras, alineadas con precisión a la idea de una forma, construyen una doble expresión entre palabra e imagen. En esta experiencia, leer el poema visual es también contemplarlo. La mirada va tras la forma, mientras la mente descifra el significado. Apollinaire entendió que la poesía no solo debía sonar, sino también aparecer, tangiblemente, como imagen.
La poesía visual rompe con el tiempo secuencial, como elemento intrínseco de la poesía tradicional. No transcurre, no fluye. Se presenta de golpe, como un cuadro o un rostro. Mientras la poesía tradicional se despliega en el tiempo, verso a verso, la poesía visual sucede en un solo vistazo, emulando la plasticidad de la imagen. Su sentido no se revela: se abarca. El poema deja de ser un camino para convertirse en un territorio constituido por dos lenguajes simultáneos.
En su radicalidad, la poesía visual problematiza los límites del lenguaje. La página ya no es solo un soporte para la voz, sino un espacio plástico. El poema visual abandona la linealidad discursiva y adopta la plasticidad, la simultaneidad de la imagen. Esta disolución de fronteras entre el verbo y la forma convierte la lectura en una experiencia doble: contemplar y descifrar a la vez.
Sí, la poesía visual es un lugar donde la palabra y la imagen se abrazan para codificar un todo, donde el silencio forma parte del verso, donde la página se vuelve un territorio y el poema un mapa de islas. Y entonces, el poeta visual no escribe, configura y transfigura mediante dos lenguajes, en que el lector es invitado a transitar con la mirada esa difusa frontera entre la palabra y la imagen.
Límites
Una ciudad me nace como un sueño,
no de agua ni de sal ni de silencio,
desde este abismo de tempestades:
oscuro espejo en el tiempo,
arpón veloz que se estira hasta sus arterias
en la profunda luz que se abre al reptil sin piel.
Las calles invencibles
remedan mis pasos como olas y cometas vivos:
y todo es vigilia de otro cuerpo
en el lenguaje del mundo que habla espejismos de la sed
y canta desde su principio,
desnudo habitante de la raíz del tiempo
como un pájaro amarillo
al que hay que salvar de este instante,
cuando la palabra y el silencio crecen juntos.
Una luz parpadea a la hora transparente.
Y la ciudad cae en su infinito vuelo.
EL AUTOR
Federico Jiménez. Es Profesor de lengua y literatura, editor y tallerista. Autor de Metamorfosis de aire, La ves y no la crees y Mudar la mirada; coordinador de Taco de ojo, Muestra de poesía visual contemporánea de Guadalajara y Mirar en voz alta. Primer lugar en los concursos WineFest (2012), Adalberto Navarro Sánchez (2015, 2016) y Siglema 575 (2019).
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