En una de sus últimas conferencias (quizá la última) Jorge Luis Borges habló de la historia de su ceguera. Su abuelo y su padre padecieron la misma suerte y la aceptaron sin queja. El propio Borges hablaba de su padecimiento como una suerte de liberación, como se lo dijera a Gay Talese en una entrevista: “Antes, el mundo exterior interfería demasiado (…) Ahora, todo el mundo está en mi interior”.
Y cuando se ve el video de esta conferencia se percibie algo de su mundo interior. Todo un aleph revoloteaba en su cabeza. Cuando en un momento dado parece perder un término, en alemán por ejemplo, da pequeños golpes con la mano que no sotiene su bastón sobre la silla, y parece murmurar todas las palabras antes de dar, rapidamente, con la que que necesita.
Es hasta cierto punto curioso poder ver en nuestros días una de sus conferencias en YouTube y lo es más el pequeño homenaje que le hizo Google por los 25 años de su muerte al crear un doodle en el que se veía al autor de Ficciones observar un fantástico paisaje escheriano. ¿Qué pensaría Borges de un artilugio que permite ver millones de imágenes de millones de personas alrededor del planeta? ¿O cómo tomaría un invento que ayuda a encontrar (casi) todo o por lo menos una aproximada referencia de un dato, de un autor, de un mito…? Para Borges el paraíso era una biblioteca cuyos índices se expandían a la par del Universo.
Aunque para Borges, el futuro no era una maravilla como sí lo era el pasado. En su prólogo a las Crónicas marcianas, de Ray Bradbury, escribe que la ciencia ficción es tan vieja como la literatura. Destaca a Luciano de Samosata y su descripción de los elenitas (“que se quitan y se ponen los ojos”); Ludovico Ariosto, quien auguraba que en la Luna se encuentra todo lo que se pierde en la Tierra, y Aulo Gelio, quien en sus Noches áticas narra cómo Aquitas el pitagórico, construye un paloma de madera que navega por los aires. Impaciente con la novedad per se, Borges se burlaba de “la superstición de que cada día debe ocurrir algo nuevo”.
El autor argentino somete al mundo a su metafísica particular. Si bien todo puede ser explicado desde el principio de los tiempos, siempre hay un espacio para la superstición –que como espada de Damocles– parece imponerse siempre a las vanidosas expectativas de los hombres. “Fácilmente aceptamos la realidad, acaso porque intuimos que nada es real”, se puede leer en el cuento “El inmortal”. Ya en el prólogo de El informe de Brodie, señalaba de que la “la literatura no es otra cosa que un sueño dirigido”. El universo es una narración pero escrita antes del hombre, incluso fuera del alcance de los dioses que se empeñan en destruir el tiempo. “Los verbos vivir y soñar son rigurosamente sinónimos”, escribe en “El Zahir” y es aquí donde vive la invención, que deja de serlo porque se cubre de un lenguaje histórico, religioso o filosófico. La originalidad de Borges, acaso también como lo fue para Marcel Schwob, es crear una ficción que transforma a los mitos en anécdotas, y los humaniza. Los héroes pueden ser griegos o gánsters cinematográficos, da igual, el valor y la cobardía, la violencia y la contemplación, la vida y la muerte terminan por fundirse. Y es que está escrito, y los personajes lo saben, y lo sabe el lector y sobre todo lo sabe Borges, que está detrás de todo, pero que incluso llega a hacernos dudar de su autoría, y hasta se atreve a decir que el que está ahí es “parcialmente, Borges”.
La escritura del dios
En la entrevista que le hizo Ronald Christ para The Paris Review (1966), Jorge Luis Borges dijo que siempre se vio como un poeta. Hasta que un día, un accidente le hizo dudar de sus facultades mentales y después de su recuperación comenzó a escribir relatos cortos para medir su capacidad intelectual. Es así que “Hombre de la esquina rosada” es el primer cuento que publica y que marcará la pauta de su estilo.
En un texto reciente publicado en El País, que prefigura la aparición de un ensayo sobre literatura latinoamericana, Carlos Fuentes escribió que Borges es el narrador más singular de nuestra lengua, el que se atreve a dar un paso de más. “El universo aspira a la totalidad pero sólo lo explica la excepción. El Aleph es todos los espacios. Funes es todas las memorias, y la Historia universal de la infamia es todas las historias. Sólo que cada ‘absoluto’ borgiano es vencido desde adentro por un amor personal (Beatriz Viterbo en El Aleph), por una disminución del absoluto (Funes) o por la particularidad excéntrica (La infamia). Al cabo, en Pierre Menard, Borges reescribe El Quijote, línea por línea, palabra por palabra. Sólo que la intención es distinta”.
Y cuál es la intención sino enfrentar a la realidad con su propio espejo y descomponerla en mil fragmentos perfectos. “Consideré que aun en los lenguajes humanos no hay proposición que no implique el universo entero”, se puede leer en el cuento “La escritura del dios”.
Pero ni siquiera todo está en su escritura, en su lenguaje. Quizá esté en la percepción, en la suya y particular. Como ejemplo final, la descripción que le hizo a Jorge Luis Borges un joven Gay Talese cuando lo entrevistó para The New York Times en 1962. “Lo primero que me impresionó fue su aparente estado de alerta, la impresión que daba de enterarse de todo, sentado muy recto en una silla tapizada de respaldo alto, desde donde parecía observar las idas y venidas de docenas de huéspedes que recorrían el ruidoso vestíbulo”.
Y como Buda, Borges en la cumbre de su sensibilidad, es capaz de percibir cada una de las gotas de lluvia que caen a un lago.