Foto: Abraham Aréchiga

Quien tiene mi edad sabe que de pronto uno puede tener sus achaques, pero ahí sigue el espíritu como siempre, porque no les creo cuando dicen que ya viví mis mejores años, porque los tapatíos como yo somos difíciles de olvidar.

Fui moderno en su momento, innovador, con aires italianos, con tanto estilo que las estrellas de cine venían a conocerme. Salí en periódicos, en películas, en las fotos que se resisten al olvido en el último cajón cerrado de la casa de los abuelos.

Del pasado no me gusta hablar mucho, pero cuando nací, la modernidad llegó conmigo. Guadalajara era una ciudad pequeña que se enfrentaba al crecimiento, pero ya se estaba acostumbrando al asfalto y al ruido de los camiones.

Allá en el Centro la glamurosa vida giraba de otra manera y la gente tenía casi de todo, con grandes jardines, torres enormes y letreros que anunciaban la moda del momento o la bebida que juraba quitarte la sed.

Pero el Centro aún estaba muy lejos de todos y unas cuadras más arriba, por los rumbos de Mezquitán, también merecían un lugar al nivel de la moderna vida de los tapatíos.

Apenas empezaba la década de los 60 cuando empecé a tomar forma; no me da vergüenza decir que vengo desde abajo, desde la basura, porque eso me hizo más resistente. Tampoco me da pena hablar de mis accidentadas curvas (obviamente naturales), que porto con orgullo como cicatrices de las barranquitas de las que nací.

A alguien se le ocurrió abrir un hueco en mi centro y llenarme de agua. Si bien la idea suena un poco sádica, cuando uno es un parque la idea suena menos descabellada, y vaya que esa vez la intención fue buena, y los resultados mucho mejores, al menos por ahora.

Creo que cuando llegué a este mundo sorprendí a todos porque las risas no faltaban, todo era nuevo, yo era nuevo, y ese era apenas el despertar. No me imaginaba lo que venía, lo bueno y lo malo, pero eso era lo que anhelaba, qué aburrido no ser el protagonista de miles de recuerdos.

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Cuando me terminaron, mucha gente con saco y corbata vino a visitarme; había quienes se ponían una caja negra en el rostro —que tiempo después supe que eran cámaras fotográficas— y otros tantos celebrabaron mi nacimiento poco antes de que se acabara el 61.

Y no los culpo. Era difícil resistirse a mis jardines y, por supuesto, impensable visitarme y no disfrutar de la tarde más perfecta. ¿Te imaginas pasar los mejores domingos familiares de tu vida en mi lago? Seguramente muchos sí, y así lo hicieron.

Me llamaron “Parque Alcalde”, y con el tiempo descubrí qué era lo que hacía un parque. Lo de Alcalde, no lo entendí al principio, pero todos necesitamos un nombre para destacar, pero hay que aclarar que me parezco nada o poco a un altruista sacerdote septuagenario.

Las tardes aquí son inolvidables desde siempre: los niños juegan, las familias deambulan y caminan agarrados de la mano, y mi fuente, La Monumental, se levanta imponente, con un chorro que se eleva y cae con fuerza sobre un lago artificial que se siente parte de mí.

¿Se acuerdan que fui famoso y salí en las películas? Los directores de cine buscaban estrellas y me encontraron. Mi ciudad seguía creciendo; detrás quedaban las modestas casas para dar pie a los primeros edificios, que nunca superaban la altura de las torres de Catedral, creo que por eso fui un oasis en medio del concreto.

A veces también creo que Guadalajara nunca hubiera sido “La ciudad de las rosas” si no fuera por mí. Todavía recuerdo las miles de rosas que perfumaban mis jardines, seguramente fui la envidia de otros parques.

Claro que me gusta presumir que es un placer caminar por mis veredas y recorrerlos hasta que cae el atardecer. Mis árboles son ideales para descansar, para cubrir del sol a aquellas parejitas que se dan sus primeros besos al salir de la prepa, o para dar cobijo cuando llega la siesta repentina.

A veces el sonido de las aves fácilmente sucumbe ante las risas de los niños y en otras ocasiones es al revés. Ya no imagino mis días sin el ruido del agua, los claxones, o los graznidos que de pronto sorprenden, ojalá esto dure para siempre.

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La ciudad ya no huele a tierra mojada, en su lugar, el concreto y el calor se han convertido en el souvenir de locales y turistas, aunque ahí dentro el tiempo casi se detiene. Si no fuera por las torres que poco a poco sobresalen de entre los árboles, quizás no creería que han pasado años desde que nací.

Después de mucho tiempo el vigor no es el mismo de antes, y si no, pregúntenle a La Monumental. Pero no se confundan, porque aun así los niños todavía corren por arriba a la espera de la brisa de mi último chorro, y otros se quedan quietos ahí, mirando los arcoiris que se forman cuando la luz del sol cae sobre el lago.

Por cierto, aunque ahora el agua de mi lago ya no es del color del cielo, sigue lleno de vida, dan una ganas inmensas de tomarse una foto conmigo. Las personas aún me visitan con todo y mis cicatrices, creo que no las notan, o no les importan mucho.

Creo que para algunos soy un viejo, pero me siento pleno, con muchos años por delante, porque a mis caminos aún les falta desgaste y mis escalones siempre dan la bienvenida a cualquiera que se acerca.

Ha pasado tan poco tiempo y han pasado tantas cosas, nací hace más de sesenta años de entre la basura y me volví uno con Guadalajara, con su historia y sus personajes. Es difícil no recordar al menos una anécdota conmigo.

A veces me pongo a pensar que quizás un día desaparezca para siempre, como aquellas viejas casas que cayeron ante la modernidad o como los árboles que he visto crecer y morir con indiferencia durante toda mi vida.

Pero no me importa, porque ya quedé inmortalizado en la memoria de miles, quizás millones, de niñas y niños que recordarán que alguna vez tuvieron un día increíble en el Parque Alcalde, porque todavía tengo ese espíritu que invita a explorarme.

Porque los tapatíos como yo somos difíciles de olvidar.

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