No hablaban entre sí;
más bien parecían hallarse solos
y ensimismados.
Carlos Castaneda

Si nuestro caminar lo hubiéramos hecho con movimientos laterales o diagonales, como ocurre con los cangrejos, es muy probable que las coordenadas de pasado y futuro las percibiríamos de manera distinta a como lo hacemos. O quizás no habríamos percibido esas coordenadas temporales y otro habría sido nuestro destino.

Nuestro caminar, que es siempre hacia adelante, hace que el futuro lo percibamos de manera frontal. Caminamos con rumbo al futuro. Luego, lo que va quedando detrás nuestro, es el pasado.

Pero caminar no es lo mismo que pensar. Cuando pensamos en el futuro o en el pasado, las coordenadas del caminar desaparecen; no hay hacia adelante ni hacia atrás. Con otras palabras, en el pensar no hay coordenadas. ¿Qué hay en el pensar? Energías multidireccionales y vibraciones.

Al pensar, algo dentro de nosotros se está activando, de tal manera que por esto mismo sabemos de nuestra existencia; como vida en movimiento. A veces creemos que son palabras o que son imágenes o que son sonidos sin palabras; lo cierto es que son energías y vibraciones que el cuerpo de la mente atrapa y hace que fluyan por todos los sistemas de vida que integran nuestro organismo entero. Pensar es vivir sin rumbos definidos.

Pero pensar no es lo mismo que hablar. Cuando hablamos, lo hacemos en función de conectarnos con otros. Hablar es una conexión en la que suceden diversas muestras informativas. Cuando hablamos, es nuestra voz una muestra informativa, y lo mismo son muestras informativas el ritmo con que decimos, el gesto con que acompañamos lo que decimos, la fuerza de la voz, la entonación y los silencios que vamos dejando que sucedan entre diversas palabras.

Pensar no implica necesariamente la existencia de palabras ni la conexión con otros mediante muestras informativas. Pensar es vivir inevitablemente en la soledad del organismo vivo. Dejar de pensar sería como dejar de vivir. Vivir lo inevitable es la única garantía que poseemos y que acontece en la vaporosa conciencia; donde el morir a diario y a cada instante es, menos que una consecuencia, una sensación de inexplicable desdicha.

Al nacer con un grito que da pie al llanto, la vida en el cuerpo se llena de un misterio sagrado. Es un misterio sin tiempo y sin espacio que acaba muriendo en los instantes de la vida. El cuerpo del recién nacido es la forma en que se desborda el deseo de humana trascendencia. Y a veces lo que trasciende no vive ni por un día.

En el deseo hay energía. Es energía del cuerpo y del pensamiento. A veces, pensar se confunde con desear. Pensar es inevitable; desear, no. Los deseos son como las hablas que buscan conexión con otro u otros cuerpos parlantes. Pensar no es búsqueda de nada. Pensamos porque estamos vivos; pero no estamos vivos porque pensamos.

Alan W. Watts, en su libro The Wisdom of Insecurity. A Message for an Age of Anxiety, se planteó las siguientes interrogantes: What is experience? What is life? What is motion? What is reality? Son interrogantes cuyas respuestas conducirían a atravesar múltiples órdenes de vida, hasta ver y reconocer que el último de estos órdenes radica en la presencia de un umbral inevitable de traspasar: la muerte. En el morir nada permanecerá; todo se irá por el rumbo de lo cósmico.

Es del espacio cósmico que el cuerpo y la mente obtienen energías vibratorias. La tierra es el principal cuerpo abastecedor de energías cósmicas. Es así que pensamos con todas las energías que la tierra nos da. Somos seres cargados de pensamiento terrenal y cósmico.

Las historias, como la vida social misma, son formas definidas por lenguajes. Pensar será esa energía que la realidad de los lenguajes atrapará y con los cuales se ofrecerán formas de atracción y de expansión. Los relatos son formas históricas en que el lenguaje cobra sentido de realidad. Son los relatos formas de poder social.

«A Carla le gustaba lo que podía verse a través de un telescopio. Nuestro dúo se llamaba Hanan Pacha y hacíamos tecnocumbia espacial con computadoras, sintetizadores y sonidos extraídos de la página de la NASA, como terremotos en Marte o auroras de Júpiter. También utilizábamos ritmos de sanjuanitos, yaravíes y pasillos, aunque en menor medida, hasta la Gran Erupción. Ese año, el de la erupción del tayta, Carla fue sola al Ruido. Dos vecinos nuestros habían sido acribillados por un enfrentamiento entre bandas por el territorio de venta de droga».

Este relato se encuentra en una novela de Mónica Ojeda: Chamanes eléctricos en la fiesta del sol, publicada en 2024. Se trata, en el fragmento citado, de las formas de un lenguaje efectivo en sus impresiones. Es un habla de conexiones múltiples; la tecnología, la música electrónica, el registro y reproducción de sonidos asignados a los espacios del cosmos y de la tierra; también, es la expresión de ritmos diferentes, experimentados con taquicardias provocadas por la música y otras causas, hasta vivir la sensación de una explosión volcánica. Y entre todo este caosmos de sonoridades y de sensaciones extrapoladas, asoma un camino que nos recuerda la realidad de otras rutas conocidas por su horizonte de violencia; un horizonte territorial de perpetuas luchas entre bandos y bandas.

En la novela de Mónica Ojeda, escuchar y ver son las operaciones relevantes. En sus historias todo se escucha. De hecho, la novela inicia así: “El oído es el órgano del miedo, repitió Noa la noche en que subimos la cordillera para ver a los Chamanes Eléctricos en el páramo andino”.

Chamanes eléctricos en la fiesta del sol, es un mundo donde los personajes caminan y bailan, escuchan y ven, hablan y dicen lo que vieron, lo que sintieron, lo que escucharon. Es un mundo distribuido en varias fronteras, tanto territoriales como culturales, sociales como familiares, y desde luego, la frontera histórica, aludida desde el título mismo de la novela.

Si reconsideramos las interrogantes que citamos de Alan W. Watts, Chamanes eléctricos en la fiesta del sol nos hace experimentar el movimiento de ir hacia lo alto de las montañas andinas. Es la experiencia de caminar hacia arriba, y perderse en las brumosas cimas. Sin embargo, el miedo del que se habla al inicio de la novela, nunca alcancé a escucharlo ni a sentirlo de ninguna forma. Pude escuchar el temor y la duda; temor por los que desaparecen, y la duda de ir al reencuentro del padre ausente, y del padre que duda de haberse convertido en padre.

La realidad en la novela de Mónica Ojeda es auditiva y sensorial, de hablas que conectan con otras hablas, y de lenguajes que recuerdan los lenguajes de la filosofía ancestral.

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