Ramón Rubín Rivas, el nombre de las tres erres y quince letras —según su decir—, es considerado jalisciense, aunque nació en Mazatlán en 1912 y murió en Guadalajara en el año de 2000. De obra prolífica, se desempeñó como novelista, cuentista, cronista y defensor del Lago de Chapala.
Como escritor, entre las novelas más importantes de Rubín se encuentran: El canto de la grilla, La canoa perdida, El seno de la esperanza y La bruma lo vuelve azul. Una novela, o seminovela como él la calificó, inconseguible, es Ese rifle sanitario. Sus cuentos los dividió en temáticas: de indios, de mestizos y cuentos del medio rural mexicano. Son de señalar: El colgado, El indiezuelo choriri, Mal de pinto, El duelo, La troca y El mocho y ella. En el campo de la crónica están las monografías: Lago Cajititlán y Valle de Autlán. Fue asiduo colaborador del Suplemento Cultural de El Informador en Guadalajara, ahí semana a semana publicaba sus textos que eran bien recibidos por los lectores; colaboró también en otros periódicos y revistas tapatías.
La defensa que hizo del Lago de Chapala le trajo enemigos y escasos amigos. Desde su revista tapatía Creación (y desde donde se pudiera) lanzaba dardos flamígeros por doquier. Esta actividad le permitió percatarse de los escasos conocimientos de Geografía con el que contaban los estudiantes y funcionarios, principalmente.
Al referirse a la cuenca de Chapala, comenta un libro de geografía: «Tenemos a la vista la Geografía de México escrita por Jorge A. Vivó (…) No es el único texto malo ni probablemente sea el peor. Y lo mencionamos solo como muestra de ese tipo de libros de texto cuya imponente pesadez pedagógica tiene que dejar al desdichado estudiante como al negro que acudió al sermón: con la cabeza caliente y los pies fríos».
Cuando vivía en Guadalajara acudía al café Madoka. Eran común verlo los miércoles conversando con sus amigos en «la mesa del poder». En una ocasión pasó a nuestra mesa a saludarnos. «¿Cómo están los adolescentes?», preguntó. Ricardo Yáñez le contestó: «Adolecientes de poder».
Sus primeros libros son ediciones de autor, la mayoría de ellas ahora inconseguibles. Una de sus recomendaciones, pasados los años, era no publicar por cuenta propia los libros. “No tienen circulación, gastas tu dinero, anda uno con su tambache de libros de librería en librería”. Siempre se quejaba del cerco en que lo tenían los escritores metidos en la política para publicar en las editoriales importantes, aunque desde 1954 en el catálogo del Fondo de Cultura Económica está su novela La bruma lo vuelve azul.
Le pregunté una vez: ¿Se le considera a usted el Hemingway mexicano? «Sí —contestó—. Desde joven me enlisté como marino en barcos mercantes para conocer el mundo. Pero lo único que se conoce son los puertos y éstos todos son iguales en todo el mundo». El apodo lo propagó Emmanuel Carballo. Y no fue del desagrado de Rubín. Comentaba alegre: «Por ahí dicen que soy».
Con Carballo sostuvo una polémica amistosa. Estaba centrada, entre otros puntos, en la creación de los personajes, tanto de sus cuentos como de sus novelas. Para Rubín lo más importante era el medio en donde se desarrollaban los personajes. «Eso de lo dije a Carballo y creo que a la fecha todavía no lo entiende o no lo quiere entender. Él se empeña en que uno parta del personaje y yo no puedo partir del ser humano. Cuando escribo una novela parto siempre del medio».
«Me impresiona un ambiente, un medio social, físico o cultural. Ahí sitúo la novela cuyos personajes surgen solo condicionados por este medio».
Ramón Rubín tuvo el cuidado de incluir un glosario de palabras no comunes al final de varios de sus libros. Estos listados son ahora valiosos. Es un rescate de palabras que han dejado de usarse; muchas de ellas provienen de las lenguas o dialectos indígenas en las que se ubica el texto.
Recibió el Premio Sinaloa de Ciencias y Artes en 1995, y el Premio Jalisco en 1996 (entregado en 1997).
Nunca le gustó retratarse. Lo evitaba lo más que pudiera. «Es una decepción conocer al autor”, decía como negativa. Por eso existen pocas fotografías de él. Una revista le hizo un amigable chantaje. “Una vez un fotógrafo —contaba Rubín— me tomó una foto cuando yo solté la risa. Era una foto impublicable. Los de la revista me amenazaron con incluirla si yo no les facilitaba una en veinticuatro horas. A la media hora hice la entrega».
Otra de las negativas de Rubín eran las dedicatorias en sus libros. Sólo plasmaba su firma, y de vez en vez, una que otra palabra. «Por poner sólo la firma, uno de mis lectores hizo un vale por una comida que tuve que pagar».
Al finalizar una de las visitas en su casa de Autlán, comentó: «Llevé un lote de mis libros a la librería Casarrubias de Guadalajara. Por una equivocación dejé también mi novela La Loca, con algunas correcciones a tinta. Ni modo». Yo extraje de mi mochila la novela y se la facilité. Al verla sonrió. «Esta es», dijo. Extrajo su pluma y le plasmó su firma. «Es suya». Al ver sólo la firma le dije: «Gracias. Ya tengo su libro y un vale de comida».