Pasado de noventa años, delgado por la edad, el poeta y doctor Elías Nandino (Cocula, Jalisco, 19 de abril de 1900—Zapopan, Jalisco, 2 de octubre de 1993), vivió los últimos años de su vida en una casa de dos plantas ubicada por la calle Morelos, en la zona centro de su pueblo natal. Allí utilizaba el segundo piso, al cual se accedía por una peraltada escalera; mínimo quince escalones que subía o bajaba con lentitud. Además, los enjarres aún estaban frescos.

—Doctor —le dije. —Esta casa está fría.

—Y yo que me vine para calentarla —contestó.

Otro problema que le encontré a esa casa era su ubicación. Aunque céntrica, a escasos treinta metros estaba la central camionera de los autobuses foráneos. Los arrancones de los camiones, su llegada, más el bullicio de la gente era demasiado ruido. El Doctor usaba aparato auditivo y parecía no importarle. Pero no fue así. Un día comentó: “Arreglé el jardín trasero de la casa. Allá me iré a leer”. Para acceder al jardín era otra, y peor, escalera. Allá abajo se miraba una silla y una mesa. “Mira, ya me están esperando”.

Las escaleras empezaron a ganarle al Doctor. Meses después de vivir ahí, ya no bajaba para abrir la puerta. Se asomaba por el balcón y dejaba caer las llaves. Eso fue triste. Luego llegó mayo y los calores de Cocula son de antología. Por ese mes fui a visitarlo. Toqué el timbre. Él se asomó por el balcón y dejó caer las llaves. Al llegar a la sala, el Doctor no estaba. Encendí un ventilador antiquísimo que encontré por ahí. Salió envuelto en un abrigo y con bufanda. “Tengo gripe. ¿De dónde llega ese aire?”

—Perdón.

Para Navidad, Nandino regalaba un libro a quienes lo visitábamos. Yo acudía a felicitarlo el día 25. Esa vez compré un pequeño chiquigüite y lo llené de manzanas y una piña. Llegué a Cocula. Caminé los escasos treinta metros a su casa. Toqué la puerta. Él se asomó al balcón y dejó caer las llaves. Subí la infame escalera y al verlo le extendí mi regalo: ¡Feliz Navidad! Al ver el presente, exclamó: “¡Ya le perdí!”. Él me regaló el libro de Enrique González Rojo, Obra Completa, editado por Domés.

Sus últimos días los vivió con una pariente. Llegué a su casa de la Morelos y nadie se asomó por el balcón y menos abrieron la puerta. Fui a la Casa de la Poesía y ahí me informaron su nueva dirección. Acudí de inmediato. Pregunté por él. Me pasaron. El Doctor estaba sentado en una silla, a la sombra de un granado y otros árboles de casa. Vestía una camisa a cuadros azules de manga corta y pantalón beige. Lo saludé. La dueña me trajo una silla. Me senté a un lado suyo. Así permanecimos más de una hora, en silencio. Luego me despedí.

—Doctor, me retiro. Voy hasta Zacoalco.

—¿Hasta Zacoalco? Yo tengo un amigo allá… ¿Cómo se llama…? ¿Cómo?

La edad de Elías Nandino por mucho tiempo fue un secreto. En unas informaciones se sostiene que era de 1901, otras de 1902 y llegó hasta 1905. Él solía comentar: “En tiempo de la Revolución quemaron los archivos. Cuando llegó por fin la paz, las personas llevaron a sus hijos para registrarlos de nuevo. Muchos de esos registros fueron a tanteo”. Por fin, un día apareció el acta. “Necesité mi acta de nacimiento —afirmó— y fui con Agustín Yáñez, entonces gobernador del estado. Le comenté mi problema”.

—Necesito mi acta y no la encuentro.

—Es qué no saben buscar. Le contestó el Gobernador.

Agregó Nandino: “Agustín le habló a un secretario. Le ordenó la búsqueda. En tanto nos tomamos una taza de café. Casi al finalizar entró el secretario con el acta”.

Cuando Elías Nandino Vallarta cumplió los noventa años de edad, recibió múltiples visitas. Unas señoras le preguntaron: “¿Y cuántos años cumple?” Él de inmediato contestó: “Noventa y cinco”. Ellas se deshicieron en halagos por lo bien conservado que se encontraba. Luego se marcharon.

—¿Noventa y cinco? —le pregunté

—El chiste es verse joven.

Artículo anteriorEn camino a la Sociedad 5.0
Artículo siguienteCartón Trino