Apenas hace un año nos bañábamos en el agudo filo de la acuífera prosa de Agustín Yáñez, narrador de mujeres enlutadas de iglesia, de pecados jamás cometidos y de culpa que consume lentamente hasta el tuétano. Ahora, en el onomástico del libro celebrado este pasado 23 de abril, relucieron las salvajes y acompasadas palabras de Horacio Quiroga, las que nos mecieron desde las ramas de la jungla y la locura. Sus cuentos, leídos por voces de muchos, nos recordaron que no es malo peinar el libro de vez en cuando para, luego de una breve visita a las páginas, transportarnos con la mente a mundos deliciosos que nos alejan del a veces insoportable cotidiano.
La vida del autor elegido por votación, Quiroga, transcurrió como el agónico jalar de una liga y, al igual que la del personaje de una rebuscada historia de misterio, comenzó por el final, a finales de diciembre de 1878 (el día 31 para ser exactos). Terminaría por voluntad propia en una horrenda celda de hospital, donde Quiroga, luego de convencer a los enfermeros de mudar a un hombre deforme (enfermo de elefantiasis) del sótano a su habitación, persuade a este último para que vigile mientras el oscuro cuentista se vacía un frasco de cianuro en la garganta en la noche del 19 de febrero de 1937.
Los cuentos leídos correspondieron a la antología más conocida de Quiroga, Cuentos de amor, de locura y de muerte (1917), cuyo nombre homologa de forma justa la vida de su creador. En ésta se compilan sus relatos más célebres —como “El almohadón de plumas”, “La miel derramada”, “La gallina degollada” y “El alambre de púas”—, en los cuales el argentino se demuestra recurrente al tratar algunos horrores suaves y un tanto predecibles, a tiempo que sus relatos selváticos regalan al lector diversas lecciones sobre lo impredecible de la naturaleza animal y lo animal de la naturaleza de los hombres.
Trágica, y malamente para Horacio Quiroga, la lectura de los presentes dejó mucho qué desear con tantas palabras entrecortadas y cambiadas, párrafos incompletos, así como el mascullar de uno que otro adolescente perdido que se detuvo a la mitad de su minuto y medio de lectura para balbucear sobre el micrófono antes de ser bajado por los organizadores. Aún así, para los inscritos, todo terminó bien. Por la breve colaboración, los más de 250 registrados se llevaron a casa, además de una bella rosa roja moribunda, un par de ejemplares de cortesía, entre los cuales, por supuesto, figura la edición de Porrúa del libro de Cuentos de Quiroga.