La calandria se deslizaba por el costado de la avenida y mi compañero de asiento miraba por la ventanilla con entusiasmo. El caballo blanco era sintético, un AmisTM, émulo de la desaparecida especie. Los vehículos privados se desplazaban con libertad, pero las calandrias seguían sus rieles. Tras arribar desde la colonia marciana Parsons, Walt y yo habíamos desayunado platillos típicos mexicanos en el Tacobell Classic, no lejos del espaciopuerto de Chapala, para luego abordar esta calandria y recorrer las vistas más notables de Guadalajara. Pasamos la Catedral, con su única torre desde el sismo de 2035. Walt lo absorbía todo, pasmado, con entusiasmo infantil. A mí me pesaba ver lo poco que quedaba de este país, lo mal que se recordaba a sí mismo.
La calandria paró en una esquina y nos apeamos; allí, dos hombres ocuparon nuestros asientos. Se quitaban sus abrigos para revelar rostros y ropas idénticos a los nuestros: eran dos AmisTM, de fabricación pirata para que no fuesen rastreables, programados para sustituirnos durante el mayor tiempo posible. Seguimos adelante un par de calles tras desechar nuestros chalecos y colocarnos sombreros. La puerta trasera de una estética se abrió, y un hombrecillo gordo y de gran sonrisa nos recibió con cautela y entusiasmo.
—¡Ah! ¡Ah! —dijo Julio Meza con vocecilla siseante—, al fin están aquí —estrechó la mano de Walt y luego la mía entre las suyas, con efusiva reverencia—. Vengan por favor.
Lo seguimos a las entrañas de una bodega en el subsuelo. Los muros estaban cubiertos de gavetas, en las cuales había innumerables cartuchos de memoria de cuarzo.
—Aquí los tengo todos —dijo Meza, extendiendo los brazos como un anunciador—. Seguramente han visto las versiones retro con que algunos creen renovar el “obsoleto” cinema, el difunto séptimo arte. ¡Basura! ¡Tonterías! Sus “mejoras Tetra-D” para ajustarlos al cine actual no sólo borran su belleza, sino que se difunden, depuradas y censuradas, sólo unas pocas películas selectas por el Senado, y eso sólo de las que sobrevivieron a las Depuraciones morales del 2052, cuando dos tercios de la cinematografía y de la literatura fueron borrados y proscritos. ¡Tom y Huck fueron anatema, por las desventuras de sus amigos negros! ¡Robinson Crusoe naufragó en nombre de reivindicar a Viernes! ¡Blanca Nieves fue quemada en la hoguera por la representación de sus enanos!
“Pero desde entonces, ¡escúchenme bien!, desde entonces, han subsistido lugares como éste. Somos más de los que quisiera el Senado; aquí —señaló a los estantes— tengo a Bergman y a Buñuel, la regadera de Hitchcock y el tiburón de Spielberg; ¡incluso la propia luna de Méliès guiña el ojo todavía! Aquí sopla el viento de Taboada y James Whale prende fuego al molino. El amor por el cinema no muere. Hay 24 copias de esta colección, y los curadores no conocemos la ubicación de ninguna otra.
“Pasen, tomen asiento. Tienen mi simpatía y mi agradecimiento. Debió parecer una maravilla cuando se comenzó a clonar a grandes individuos de otras épocas; pero traerles a ustedes, para ver lo que fue de sus propias obras…
“¡En fin! Algunos todavía las amamos y las preservamos para el día en que el rescate del pasado deje de ser una moda y se vuelva una misión. Señores —dijo, guiándonos hasta una sala donde una pantalla abarcaba el muro entero, flanqueada por cortinas rojas, y señaló las gavetas junto a la entrada—. Aquí se encuentra la mayoría de sus obras, su herencia preservada. Todos los sueños que las Depuraciones pretendieron extinguir. Y no ha habido mayor honor en mi vida que recibirles como mis huéspedes. De manera que, mientras traigo para ustedes bebidas y palomitas, ¿por dónde quieren empezar?
Y Walt y yo, como niños en juguetería, empezamos a elegir cada uno nuestras cintas favoritas del otro. Comenzamos, tras lanzar una moneda al aire, con una mía: y vimos a mi reptil alzarse desde 60 mil brazas, respondiendo con su bramido al grito de un faro solitario. Luego reímos con la danza de los hipopótamos y la marcha de las escobas. Vimos a Sinbad luchar con un ejército de esqueletos —¡cómo reí al recordar las horas de empeño en su animación!— y Walt lloró al oír la voz de su Blanca Nieves cantar. Caliban y el Kraken amenazaron a Perseo, un navío pirata remontó hacia la isla de Nunca Jamás. Vimos el tremendo combate entre el Cíclope y el Dragón, las coreografías interminables de los Tres Caballeros. Gwangi el tiranosaurio stop-motion al que hice perseguir por vaqueros en territorio mexicano. Y vivimos una vez más esos días bellos, que parecían tan remotos desde que renacimos, sintéticamente restaurados, en un Marte en terraformación, antes de venir a una Tierra donde nos sentíamos igualmente alienígenas.
Pedí entonces una más, de mis favoritas, y Meza palideció.
—La tengo —dijo, en voz baja— pero deben saber que de ella incluso muchas otras cinetecas clandestinas se niegan a saber nada. Fue prohibida mucho antes de las Depuraciones —apretó los labios con vergüenza al ver la reacción de Walt, a quien puse un brazo en los hombros—. A mí, en lo personal, me encanta; y es muy triste que cayese víctima de las purgas, culpable sólo de representar un periodo histórico con aspectos lamentables. Lo mismo que los libros de Twain y de Lovecraft y de Beecher Stowe, cayeron en los intentos por borrar un pasado irremediable, en lugar de asumirlo y apreciar sus tesoros. Este libro en particular no existe ya, y muy pocas copias de la película. Y será un honor verla al lado de ustedes. Pero deben saber que cae bajo un Edicto Rojo.
Edicto Rojo. Desde que la vida humana se volvió un producto reproducible en laboratorio, su valor se había reducido aún más. Para Meza significaba prisión. Injertos del siglo XX como nosotros, si éramos encontrados culpables de transgredir el Edicto Rojo, seríamos declarados inadaptables y… reciclados.
—¿Qué dices, Ray? —me dijo Walt.
Nos miramos, y asentimos al unísono. Meza cobró valor y entusiasmo, y colocó el pequeño cartucho de memoria en el proyector.
—¿Eres tú? ¿Lo has hecho? Yo estoy más que satisfecho —le cantaba el simpático anciano negro a un pajarillo animado, al pasear por el campo—, Siembra dulzura, siembra un cantar, cosecha dicha y felicidad. ¡Sí, señor! —coreamos Walt y yo con el tío Remus, un personaje bello y digno que había sido ejecutado por los censores por el mero hecho de haber vivido en tiempos de esclavitud, en aquella maravillosa secuencia de la Canción del Sur.
Mientras cantábamos a coro con el tío Remus, escuchamos algunas sirenas de policía; golpes allá lejos, en la puerta de la calle, seguidos de embates para derribarla. Meza nos miró y cantó con nosotros con mayor ahínco. Era un desafío a las voces y golpes inexorables: no abatirían nuestra alegría.
Le pedí que repitiera la escena, y continuamos cosechando lo que habíamos sembrado.