Sirenas

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Nada detiene la violencia en la Tierra. Apenas hace un momento era de día en Las Eras [que es como le llaman ahora a Guadalajara]: la noche, con seguridad, debió caer con su dote de muerte y sacrificio.

Llegué hace dos días a esta parte del universo —al lugar que Ellos llaman Marte— y he visto repetirse la escena que un año antes aconteció en la Tierra.

Todo parece ser —aquí— una  macabra emulación.

Anoche presencié nuevamente —en un sueño— la muerte de mi madre a manos de la policía. Y yo repetí la escena de matar a los cuatro cerdos que hicieron eso. Ahora estoy huyendo —en la Tierra, seguramente, hago esto mismo: sólo que a un tiempo paralelo.

Escucho las sirenas bordear el amplio territorio. A lo lejos miro el Castillo Alumbrado: allí es donde están todos los Indeseables: los que hemos llegado por algún medio —yo, por ejemplo, vine de polizón en el último Cohete transbordador de la empresa Extinciones,  que llegó aquí hace dos días con un cargamento de Apestados— sin su autorización.

Extinciones, por supuesto, como empresa es un fraude. Ha prometido a los familiares de los contagiados de la Enfermedad, que realizarán una clonación de éstos: irán al pasado —por medio de La Máquina del Ayer— y repetirán al sujeto: prometen entregarlo en siete meses, tiempo en que llegará el Clon a la misma edad y características que tenía el Original, antes de que a su cuerpo la Enfermedad lo deforme.

Dije que llegué a esta parte del universo hace dos días. Desde ese tiempo a acá, no he tenido un minuto de paz. Antes de bajar del transbordador de la empresa Extinciones, los guardias ya investigaban el lugar para localizarme. Por un milagro no me encontraron.

Viajé oculto en el refrigerador de los medicamentos. Poco faltó para que muriera de frío. Pero en cuanto salí del refrigerador, las alarmas me localizaron. Por fortuna pude “anularme” y no me atraparon; de otro modo mi cuerpo hubiera sido calcinado hasta convertirlo en polvo, y lo hubieran utilizado para hacer alimentos. A pesar de todos mis conocimientos: no me resultó fácil escapar del interior de Extinciones. Tuve que correr a uno de los túneles de descarga a toda prisa; y aún hoy, dos días después de mi llegada, sigo huyendo. No sé hasta cuándo.

Corrí —decía— hacia lo que yo creí era la salida a los campos del Castillo Alumbrado, que está contiguo a Extinciones. Pero no fue así.

Entré a un túnel que me condujo a una serie de laboratorios. En ellos vi la destrucción del hombre. En realidad no lo clonan, no lo alivian: lo convierten en alimento que después venden en los supermercados y es lo que hemos comido desde hace años.

Una luz infrarroja, un rayo láser, me localizó al salir del túnel y me siguió como la luz de un teatro a los actores, y sonaron de nuevos las sirenas. Al instante apareció en el pasillo un ejército de hombres armados hasta los dientes —como decimos en la Tierra— y tuve que correr a toda velocidad para intentar alcanzar la salida. Como toda mi vida había jugado basquetbol y corrido en los últimos campos de la Tierra, tuve la fuerza y la adrenalina para lograr una buena velocidad. Fui, entonces, hacia la luz natural que veía al fondo del túnel.

Logré llegar a esa meta y, en seguida, me sentí cubierto de luz. Me cegó. Entonces salí a los Campos de niebla del planeta y una cortina de polvo me cubrió. Con la furia de quien huye, pude continuar. Luego abrí la mirada: a lo lejos vi una columna de edificios en una ciudadela. Fui hacia ese punto. El ejército de policías de la empresa Extinciones me perseguía montado en patrullas que avanzaban por el nebuloso camino desierto. Logré llegar a un espacio rocoso y los perdí. Pero, luego, en el cielo lleno de polvo vi las luces de las patrullas que volaban. Disparaban sus armas láser rociando el lugar. Con seguridad en la Tierra me ocurría lo mismo, pero yo estaba aquí, y no allá ¿o dónde estaba?

Me alcanzó una patrulla y tuve que huir de donde estaba. Corrí. Me oculté en otro pequeño montículo de rocas, y esperé la oportunidad. Cuando se dio, salí y luché, con fuerzas que no supe de donde saqué, con un policía y lo derribé hasta dejarlo en el polvo. Lo golpeé, le quité su arma, y lo maté. Entonces tomé su vehículo y como pude lo eché a andar. Con titubeos avancé. Y el polvo me cubrió, sin embargo ya tenía cerca al resto de policías.

Llegué, al poco tiempo, a la ciudadela y encontré a otro ejército esperándome. Busqué la forma de entrar a la ciudad de altos edificios e impulsé la aceleración de la patrulla. Vagué por mucho tiempo. Desde lo alto una ráfaga de fuego me persiguió. Intenté todo. Hice de todo para buscar la salvación.

En dado momento me di cuenta de algo: el lugar donde estaba era similar a Las Eras, y supe que había —no sé de qué modo— vuelto a la Tierra. Fue que encontré la forma de volver a mi casa. Los caminos desiertos de gente. Y luego repleto de seres. Caminos conocidos y desconocidos que nunca había visto. Me aventuré a correrlos perseguido por la policía de la empresa Extinciones. Era, el lugar donde me hallaba, Las Eras, pero distinto e igual. Mi percepción de la realidad confundió mis sentidos, mi mente. Tuve un instante de miedo, pero no había tiempo para tenerlo, dejar que me invadiera y me parara a sentirlo y a entender. No hice caso a nada: el miedo es un detonador, una habitación de mil puertas. Ahora me correspondía saber a cuál puerta tocar, pedir ayuda. O entrar a la fuerza para salvarme. No había tiempo, ya el tiempo estaba comprimido y yo era el único que me movía sin tener un rumbo claro, un camino que llevara a la salvación. Escuché de nuevo las sirenas. Vi en lo alto a las patrullas y el resplandor de las armas que lanzaban hacia mí sus letales rayos.

Las sirenas, entonces, sonaron más fuerte. Aturdían. Ensordecían. Desquiciaban los sentidos y entraban al cuerpo hasta lograr congelarlo. Yo no podía parar. Imprimí mayor velocidad y fui hacia estrechos callejones. Estaban oscuros y yo tuve que ir sin luces para no permitir a los policías localizarme con facilidad.

A la salida de uno de los callejones vi un edificio conocido. Supe que era mi casa. Sentí, claro, cierto alivio. Lo que hice entonces fue imprimirle la mayor aceleración a la patrulla y lanzarme al piso plano del callejón. Rodé y me golpeé.

Rengueando corrí hacia el edificio, pero estaba rodeado de policías y patrullas que lanzaban sus luces logrando hacer del lugar un extraño espacio. Eran cientos. Y estaban en el piso del callejón. Y estaban arriba, volando. Era como una cápsula rodeada de luces que lastimaban los ojos.

Había también una fila de gente que salía del edificio y los guardias la colocaba a lo largo del callejón y la ponía de rodillas: uno a uno los ejecutaron. Pronto fue un mar de cuerpos tirados, sin vida. Y los ríos de sangre corrieron por el callejón.

Recordé el instante en el que la policía mataba a mi madre. Vi, luego, nada.

Al poco rato abrí los ojos, aparentemente yo estaba oculto en un recodo del callejón. No era así. Estaba en mi cama y sentí, en cierto momento, mis manos húmedas. Las miré. Me sorprendió verlas bañadas en sangre. Me las froté: estaban pegajosas. Abrí desmesuradamente los ojos: a mi lado estaba mi madre, muerta, bañada en sangre. Degollada. Un cuchillo se encontraba en el punto de su corazón.

Levanté la vista: había una multitud de policías que me apuntaban con sus armas. Algo me decían, pero ya no pude entender…

Lo último que escuché fue el ensordecedor sonido de las sirenas.

Acerca del autor

Víctor Manuel Pazarín
Zapotlán el Grande, 1963 (actualmente vive en Tonalá). Sus libros más recientes son Enredo (poesía), Vuelta a la aldea (ensayo) y Viajes inesperados (relatos).

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