MARA MARCELLI / UNIVERSITAT JAUME I (CASTELLÓN DE LA PLANA, ESPAÑA)
Día 6 de la declaración del estado de alarma en España. Son las 11 de la mañana y mi hija ya ha dicho mamá más de 347 veces, así que hemos subido a dar vueltas a la azotea, a dibujar y a descifrar la forma de las nubes, a ver si nos cansamos un poco. Limpiamos las habitaciones y dimos de comer al gato. Ya está todo hecho y apenas es la una y cuatro. Ahora toca lo más estresante: ir a hacer la compra. ¿Con qué tragicomedia nos encontraremos hoy? Nadie lo sabe.
Me preparo (en singular, porque no está permitido salir con niños a la calle ni pueden acceder al supermercado) para realizar una de las tareas más complicadas en este estado de alarma primermundista. En la corta distancia que separa mi casa del local y bajo la atenta y triste mirada de los vecinos que se asoman aburridos por las ventanas, pienso cómo han cambiado las cosas en apenas un par de días; pienso, como muchos confiesan a través de los grupos de whatsapp, en aquella libertad mal entendida y muy poco aprovechada en la que vivíamos nuestras vidas. La inopia. Menos mal que en mi última compra y casi sin querer, compré un paquete de rollos de papel de baño. Estoy preparada para lo que venga.
Apenas llegar a las puertas del Mercadona comienza a formarse una fila, bajo las indicaciones casi militares del personal de seguridad: “Guardad la distancia establecida, hay marcas en el suelo”. Todos obedecemos y hacemos nuestra fila casi sintiéndonos culpables de estar ahí. Algunos van con mascarillas y guantes, otros con bufandas, jerseys y gafas de sol y otros vamos intentando rayar en la cotidianeidad, así que no nos libramos del escrutinio del segurata.
A principios de esta semana, cuando la crisis comenzó a dispararse, las filas en los supermercados se hicieron muy largas y el desabasto en algunos productos asustó a la siempre tranquila población de la ciudad de Castellón de la Plana, lo que tuvo un efecto desastroso a nivel logístico y de temor entre aquellos que aún no habíamos querido acudir a hacer las compras de pánico. Así que las grandes superficies comenzaron a tomar medidas para prevenir los contagios, entre ellas no permitir más de cierto número de clientes en los locales o restringiendo la compra de algunos productos.
Cuando tras 25 minutos de fila consigo entrar al supermercado, ya he conocido a los vecinos del barrio, sus tragedias personales, su visión de la situación y, como suele ocurrir en circunstancias de estrés, hemos tejido una amistad entrañable, que terminará cuando tengamos que disputarnos algunos productos básicos.
Tras la rigurosa aplicación de gel antibacterial, nos separamos para cumplir con nuestras misiones especiales, a saber, papel de baño (yo no soy tan optimista hoy), natillas, garbanzos en conserva, comida para el gato… pienso que a nivel mercadológico, este estudio es impagable. Es curioso ver qué productos consiguen permanecer en las estanterías sin haber sido siquiera deseados: mientras se arrasa con las gelatinas de sabores, la carne o los huevos, la dotación de galletas de avena, el yogur sin azúcar y las espinacas miran tranquilas la vida pasar.
Encuentro que, en un estado de alarma, conviven muchas realidades y, a falta de otro espacio de convivencia, el supermercado es un fiel reflejo de ello. La realidad del hombre que el lunes comenzó a golpear los cristales de la puerta porque no habían abierto a las 9.00 am (que es la hora de apertura), la del joven triste al que hoy requisaron la mitad de sus cervezas (¡solo pude comprar seis!), la de los indignados por no poder comprar papel higiénico, la de los temerosos o inconscientes que compraron media docena de paquetes de 24 rollos y la de gente que, como yo, acude con la intención de comprar sólo lo que necesita para pasar unos días con comodidad.
Hace días escucho pacientemente los relatos de amigos y conocidos que cuentan todo tipo de historias. No sabemos lo que va a pasar, el miedo se agranda cuando se comenta que la duración de este estado se alargará hasta finales del mes de abril.
Lo único evidente de momento es que nuestro sistema relacional está basado en el consumo y en la constante presión por tener cada vez más, más papel higiénico, más natillas… pero cuando nos quitan la capacidad de seguir acumulando deseos, ¿qué nos quedará? El vacío que cada uno lleva encima, todo lo que somos cuando no tenemos que hacer nada. Todo lo que somos sin la presión y el estrés cotidiano.
De aquí surgirán al menos nuevas formas de vivir y de mirar la realidad. La vida nos regala esta pausa. Lo que esta crisis sacará de todos nosotros aún está por verse. Pero si decidiéramos que todo siga igual, que nada cambiara, mereceríamos una y otra vez que esto nos volviera a ocurrir.