Teatro breve y huidizo

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A lo largo del tiempo, los espectadores, la crítica y los lectores se han encargado de colocar en su justa altura los finos textos de Carlos Solórzano. Los han disfrutado, elogiado y algunas veces leído a lo largo de treinta y cuatro años, cuando el autor que llegó, no de su Guatemala natal, sino de Europa a nuestro país en 1939 —casi como un refugiado que huyera de la Guerra Civil española—, decidió publicarlos en un delgado libro, en 1977. Desde entonces, Teatro breve se convirtió en un clásico y en una referencia nodal para aquellos que pretenden asimilar, de un solo impulso, el rigor de la escritura dramática.
No obstante su exigua extensión, las obras de Solórzano no son sencillas, como la apariencia las describe. Resultan, en todo caso, una prueba tremenda y dura; éstas sujetan el trabajo de un legítimo artesano que bebió de la más alta cultura en la obra de grandes escritores de un orden casi infinito de preceptos.
De allí que abismarse a los trabajos dramáticos de Carlos Solórzano no sea pan comido como se cree, y mucho menos su imitación resulte sencilla; lo cierto es que invariablemente son una delicia estética envidiable y una prueba para cada lector.
¿Y dónde radica la complejidad de la obra de Solórzano? Me temo que debido a nuestra formación y falta de apertura, ya que, en todo caso, cada una de las piezas acepta una variada lectura y, por su naturaleza, quizás una singular diversidad de interpretaciones. De allí que ese libro tan breve sea siempre una novedad en cada lector y, por ende, en todas sus lecturas que podamos realizar.
Es imposible menciona ahora todas. Seguiré entonces un camino como intentando cazar a la liebre que fintea y se oculta de pronto y luego aparece allá, en la lejanía.
¿Liebre? ¿Cazar la libre? La escritura de Solórzano es de naturaleza huidiza y su complejidad resulta por ello. Ahora son dramas, luego una especie de tratados filosóficos, luego narraciones cercanas al cuento, después…
En lo personal creo que cada uno de los textos del libro se podría leer desde la visión que ofrece, en sí misma, de ser también poemas. Tengo la impresión de que Solórzano es, sobre todo, un poeta, quien eligió una de las formas posibles de la poesía: la dramática (las otras son la lírica y la épica —según los libros de preceptiva literaria).
Y aquí vuelve a saltar la liebre, justo cuando la teníamos en la mira de la escopeta: las obras de este autor pertenecen, también, a la naturaleza lírica y, a veces, a la épica. Complejidad para ser atrapadas, pese a tenerlas en la mirilla de nuestra arma. Se esconden, se transforman, crecen cada vez que las vemos y su sonoridad nos seduce al extremo de obstinarnos en clasificarlas de dramas.
La escritura de Carlos Solórzano es multiforme y versátil. Deliciosa y delicada. Semeja a las maravillas apenas descritas por imposibles que los antiguos marinos nombraron sirenas, es decir, están escritas en metáforas bien logradas y su drama —el drama— se halla en los temas tratados, pues son la mayoría de las ocasiones textos donde se describe lo humano y sus dilemas y delirios en apariencia cotidianos, mas siempre extraordinarios y singulares: casi como vistos desde el ojo de la cerradura. Son, hay que decirlo, pequeños dramas humanos vistos a hurtadillas y con enorme morbosidad, pues casi pareciera que ocurren en la más grande soledad espiritual apenas compartida con otro. Son confesiones escuchadas por casualidad, al paso de nuestras vidas. Son, si es posible, vidas ajenas que convertimos en propias por lo extraordinario de su cotidianidad. Los personajes de Solórzano somos nosotros vigilándonos a la manera de los seres de Kafka.
Lo único claro, entonces, y como posibilidad certera, es que Solórzano es —y será—, sobreviviendo a su existencia que acaba de terminar en los últimos días de marzo, ante todo un poeta —como certero se lo dijo Michel de Gelderode en una carta—, un enorme poeta al que nos empeñamos en verlo únicamente como un dramaturgo y no un filósofo y no un narrador…
Carlos Solórzano es como el árbol de erizos encontrado por Gramsci en su tierna infancia: prodigioso.

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