Apresar el mundo a través de los ojos tiene sus riesgos: si hay un trastorno en la visión, éste nos otorgará borrones, manchas, incluso objetos inexistentes o distintos de los percibidos por las demás personas. Al diagnóstico del oftalmólogo le sigue la desconfianza sobre aquello que se mira. A cambio de una curvatura irregular en la córnea, a cambio de un punto de enfoque delante de la retina, otras perspectivas se vuelven fecundas: el asombro y la ensoñación suplen más que las gafas.
Desde esta óptica, el contraste entre lo grande y lo pequeño, entre exterior e interior, Gabriela Conde Moreno hila una crónica entrañable cuya urdimbre es un viaje a Saltillo. Al igual que en su infancia, cuando se fascinaba por capturar colores y texturas en la bodega de sarapes (saltillos) que exportaba su padre, son múltiples los entrelazamientos entre sus orígenes personales, los de su natal Tlaxcala y su periplo en Coahuila.
En la obra Tejidos, el deslumbramiento por la miniatura, además de aquella experiencia de la niñez, se moldea gracias a su primer aprendizaje de geografía: nació en el estado más pequeño de la República mexicana: “En lo diminuto los contornos se vuelven abarcables […] En el fondo, todas las utopías son miniaturas”. Su visita a la tercera entidad más grande del país no hace sino ahondar en esas aparentes discrepancias: desde el mirador de la Plaza México, en que imaginó atisbándose desde la altura “como una voz panóptica que nos permite narrarnos en tercera persona”, hasta el lago con los contornos de México en la alameda. El juego de las dimensiones: volverse inmenso y minúsculo, ser un pueblo y un individuo.
El relato, así, no se limita a la descripción de sus pasos en algunos sitios de ese estado del norte, sino que amplía sus bordes a la historia y desplazamientos de sus antepasados. Como si el tejido existencial de la autora trascendiera su estricta vivencia y encontrara su correspondencia, su contrahílo en sucesos ocurridos a aquella estirpe mesoamericana. Paralelos que abarcan el fascinante éxodo de un grupo de tlaxcaltecas a territorios coahuilenses: las prácticas con las cuales se regían (señoríos autónomos, células horizontales: nuevamente la miniatura); la bellísima costumbre de alimentar al contrincante antes de la batalla (tal como sus anfitriones, lejos del afán bélico, llevan a la autora a comer la mejor carne asada, pan a la tlaxcalteca hecho con pulque y otras maravillas culinarias) o la lectura del testamento de Catalina Leida –hija de los primeros pobladores de Tlaxcala en Saltillo–, que en 1692 expresa la voluntad de que su hija se quede con dos telares: el viaje como encuentro de “un pasado que no sabíamos que teníamos”.
A pesar de que Gabriela Conde reitera su poca habilidad como viajera (entiéndase aquí viajera de puntos turísticos, de selfies en sitios emblemáticos), a pesar de que se sonroje al pensar en Magallanes cuando su audacia radica en vencer el calor coahuilense o el horror del ISO 9000 que impide una cata en la Casa Madero, nos conduce de forma exquisita a la posibilidad de librarse de la lógica ordinaria y acceder, en palabras de Bachelard, a la miniaturización del mundo, que siempre es tal a partir de una relación con otro, de un acto de atención sostenido, pues “el espacio que nos rodea no es sólo el conjunto de volúmenes y formas que se ven […] Incluso lo que no está pesa más porque los fantasmas son más tenaces que los seres vivos”.
Como una impecable Aracne –la mujer condenada por Atenea a tejer, por haber derrotado a la diosa en ese arte–, la autora gesta un poderoso relato en que confluyen diversas narrativas íntimas, históricas y míticas (el castigo a una campana por matar a un sacristán, entre otras). Hacen pensar que acariciar la placa en la tumba de Manuel Acuña para el favorable hilado de esa travesía y de la crónica no fue superstición: “¡Qué dulce y bello el viaje/ por una tierra así!”.
Un texto, nos dice Conde, es etimológicamente un tejido, de ahí se nutre la obra; pero también del “terreno fértil [que es] la imaginación de una niña” y la búsqueda de los orígenes en la fantasía, tal como por corrupción fonética Tlaxcala pasó de significar “despeñadero” a “lugar de las tortillas”. La función de lo irreal, piensa Bachelard, tiene la misma relevancia que la función de lo real en ese habitar “horizontes sin contornos en donde buscar algún sentido cifrado”. La autora, en su ejercicio de aproximarse a las raíces, nos muestra la necesidad de buscar puntos de desenfoque, distorsiones, percepciones imprecisas.
Editado por el Instituto Tlaxcalteca de la Cultura, bajo el cuidado editorial de Jorge Solís Arenazas, Tejidos puede adquirirse escribiendo a la dirección electrónica gabyconde79@gmail.com.