Tres cartas de Ángel Ortuño

El poeta tapatío murió el 24 de septiembre pasado. En este texto, el autor lo recuerda con unas misivas que Ortuño le mandó en 1998, cuando él se encontraba en Europa

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Según el humor, a veces me divierto diciendo que viví en Francia en el milenio pasado. Si lo digo así, de golpe, puede parecer que me refiero a otra era, como si de pronto un recuerdo inexplicable me iluminara el rostro y me hiciera balbucear, sin preámbulos, que viví en Aquisgrán bajo el emperador Carlomagno, un poco a la manera de los chiflados que dicen haber asistido a la crucifixión de Jesús o a la caída de Tenochtitlan. Lo cierto es que viví allá, en Francia, tan sólo hace veinticinco años, pero en ese tan sólo han pasado algunas cosas: el siglo XX ahora parece tan antiguo como entonces nos lo parecía el XIX, mandar cartas ha caído en desuso, han muerto algunos amigos.

De otro milenio, de otro país y de otra manera de vivir conservo recuerdos y fetiches más bien microscópicos, aunque muy vívidos: todavía guardo suéteres o camisas de aquella época, y algunos libros, y la sensación de caminar por ciertas calles mientras oigo voces que sigo amando. En tres o cuatro cajas atesoro, además, fotografías y cartas en las que tengo veinticinco, veintisiete, veintinueve años. La tentación es irresistible, aunque saciarla vale un precio que no siempre puedo pagar.

Ángel Ortuño murió el 24 de septiembre pasado. Tardé un par de semanas en atreverme a revisar esas cajas en busca de una carta que, según mi recuerdo, Ángel me había escrito cerca de 1997. Para mi diversión y mi nostalgia resultaron ser tres, no sólo una, todas ellas fechadas en 1998. En las tres volví a disfrutar con sus bromas, a reírme con sus fabulosas hipérboles, a escucharlo narrar anécdotas triviales como si fueran sobresaltos de la conciencia. Creo que no faltaré al pudor si transcribo aquí la primera y la tercera, que son las más breves. La segunda, de cualquier modo, contiene tantas pequeñas maldades que no quiero cargar con el costo social de divulgarlas.

Reconozco la caligrafía de Flor, su esposa, en el sobre de la primera. En el texto de la carta vuelvo a encontrarme con la caligrafía vertical de Ángel. Está fechada el 15 de junio de 1998:


Luis Vicente:
            Desafío torpemente mi aversión al género epistolar con estas cuantas líneas. Luego del transatlántico abrazo al que me obligan por la parte retórica mi devoción estridentista y por la otra vertiente tu amistad (larguísimo párrafo sin comas aunque tal vez comatoso), te envío —a Teresa y a ti, por supuesto. Además de que enviamos Flor y yo, pero ya ves cómo se impone la concordancia— todos los saludos de las cartas no escritas (una hoja en blanco por correo habría sido un exceso de poesía no-objetual, cualquier cosa que signifique el terminajo) y una postal familiar: Ximena, mi hija, de un año y meses ya camina sola aunque tembleque. Su vocabulario actual parece poema de Armando Ochoa: Mamá / Papá / agua / caca. Y su primer tiránico trisílabo es cállese.
Llevo escrito, debo decirlo, algún puño de versos con el que no lastro esta carta (la primera y ya con groserías… no) aunque suplico tu indulgencia para cuando te enteres que he difundido por estas crueles provincias que mis versos, robados por un funcionario de correos, circulan impresos bajo el sello de Gallimard, en un francés de húsar hidrópico, por las Galias.
En fin, desisto de pedirte que me saludes a unos tíos segundos que tengo en Carabanchel o de encargarte uno de los muy abundantes libros en español que en Francia se ven flotando por el Sena. A lo que no me resistí fue a emborronar afectuosamente este papel.
Ángel Ortuño.

Me conmueve imaginarlo junto a Ximena, su hija mayor, a quien mencionará de nuevo en la otra carta que voy a transcribir. Armando Ochoa era un buen amigo de Ángel, director de una revista que los investigadores literarios harían mucho bien en rescatar: Águila Lunar. Los tíos en la cárcel de Carabanchel eran, quiero creer, estrictamente ficticios.

La otra carta, fechada el 2 de noviembre de 1998, dice así:


Luis Vicente:
             Vaya toda una ráfaga de hierro —un ferrocarril, pues, según don Maples Arce— de ruborizadas disculpas cremesinas (la redundancia trata de ser enfática y autoflagelante) por lo que el operístico orate Vargas Vila llamaría silencio epistolar. Dos meses a los que sumará el correo sus lentitudes, casi me autorizan a patentizarles (a Teresa y a ti. Por supuesto que ni al correo ni a los meses. Por Alá. Qué idioma éste) nuestros —Ximena, Flor y yo, ya se sabe, somos uno solo y verdadero— parabienes navideños.
El asunto de nuestras vacaciones veraniegas se resolvió en un herético éxtasis quietista. No hubo playa ni balneario que conociera nuestros pasos: nos libramos del pie de atleta. Tampoco montaña o campo, ciudad o pueblo. Como Dios en séptimo día, no hicimos nada. Es decir, descansamos regiamente ad majorem Dei gloriam.
Ximena incrementó notoriamente su vocabulario. Y siguió con su blitzkrieg afectivo sobre mí, hace rato rendida Polonia. Fíjate si no: cada vez que ve un crucifijo dice BATMAN. Su ángel de la guarda, sin duda el mismísimo Ubú Rey, le dicta esas conductas deliciosas. Flor, ya te imaginarás, respinga cada vez que señalo un templo y le digo a Ximena: BATICUEVA.
Qué puedo decirte: soy extraordinariamente feliz.
Tienes razón: barroco y tímido and proud of it. De momento, cierro mi quincallería verbal con un fortísimo abrazo, caro amico (espero que suene a italiano y no —el Espejo Humeante no lo permita— a una queja sobre el costo de los timbres postales).
Ángel.
P.S.  Releo y me doy cuenta de un escandaloso exceso de adverbios en tan breve misiva. Me disculpo SINCERAMENTE.

Hay quienes fantasean con viajar en el tiempo para evitar el asesinato de John F. Kennedy, ver al Atlas ganar un campeonato y hasta husmear en la vida conyugal de Octavio Paz. Yo tengo ambiciones mucho más modestas. Me conformaría con transportarme unos años atrás para conversar una tarde con los amigos que han muerto.

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