Hemos consagrado, se diría que para siempre, la figura de Ernest Hemingway (1899) como uno de los más dotados y emblemáticos narradores norteamericanos. Y olvidamos, también parecería que para toda la eternidad, al Hemingway poeta. Es decir, aquel joven que en los años veinte del siglo pasado escribió versos sentidos y que pertenece a una generación en la cual estuvo acompañado (o acompañó) a las actuales celebridades de la literatura universal.
La misma situación le ocurre a James Joyce, de quien ya nadie recuerda sus finos poemas de Música de cámara (1907), Manzana a un penique (1927) o Giacomo Joyce —escrito en 1913 y antecedente del poema en prosa Ulises— que hasta hace algunos años circularon en nuestro país gracias a la (hoy extinta) editorial Premiá, la cual reunió su Poesía completa en 1981, en la colección La nave de los locos, traducida por Lila Barbachano.
Si bien es cierto que Ernest Hemingway no fue ni por mucho un buen poeta, comparado con la obra de algunos integrantes de su generación (Eliot, Pound), fue un creador de versos llanos y directos, olvidados debido a su destacada labor como cuentista y novelista.
Vale la pena ahora recordar al menos este breve poema de Hemingway, que ejemplifica su trabajo en el género (en la versión de Amalia Gullón).
El deseo y
las dulces y afiladas penas
y las superficiales heridas
que fuiste tú,
se han convertido en una triste oscuridad.
Viene la noche con su rictus
a yacer conmigo
una torpe, fría y rígida bayoneta.
Es verdad, las novelas Adiós a las armas (1929), Por quién doblan las campanas (1940) y El viejo y el mar (1952), y los relatos compilados en The Fifth Column and the First Forty-Nine Stories (1938) —que en español se han agrupado bajo distintos títulos, resultando el más recurrente el de Los asesinos—, nublan los textos poéticos que les precedieron, y escritos bajo el entusiasmo de la compañía de los miembros de la llamada Generación Perdida: John Dos Passos, Gertrude Stein, Ezra Pound, Erskine Caldwell, William Faulkner, John Steinbeck y Francis Scott Fitzgerald y Ernest Hemingway (a los que bien se podrían agregar los nombres de T. S. Eliot, y el propio James Joyce, de no ser uno dublinés y el otro haberse nacionalizado inglés), con quienes compartió las entreguerras, el furor de la música del jazz, la Gran Depresión de 1929 y, sobre todo, la vida parisina, que forjaron un nuevo destino al pensamiento, la visión y las maneras de narrar.
El olvido de la obra poética de Hemingway es, por cierto, justificable, pues las obras narrativas que le fincaron la posibilidad del Premio Nobel (que le fue otorgado en 1954), son más que suficientes para considerar los portentosos dones de contador de historias, cuyos relatos ligados a la realidad inmediata, dieron como resultado un estilo que rompió con las ya anquilosadas formas narrativas decimonónicas, convalecientes hasta los años treinta.
Narrador de prosa directa y eficaz, derrumbó la almidonada escritura de quienes le antecedieron, abatiendo definitivamente a toda una época. En todo caso, Ernest Hemingway es un innovador de la literatura estadounidense, y fue capaz de entusiasmar a los escritores de otras latitudes, sobre todo en América Latina.
Mucho le deben Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes (por ejemplo), al autor norteamericano, no únicamente en lo que respecta a la escritura, sino en algo más: la actitud, su forma de vender al personaje y, por ende, de construirlo. Los tres se convirtieron, con el paso del tiempo, en productos literarios. Hemingway les abrió el camino y dispuso en ellos una manera de contar, es cierto, pero también una manera de hacer “entrañable”, de alguna forma, a su protagonista.
García Márquez y Fuentes, aún hoy ya octogenarios, siguen mostrando su apego a la actitud del americano. Su forma viril de mostrarse al mundo, su liga con los movimientos populares y populistas, y hasta hoy quizás con menor furor, mas en otros tiempos muy fuertes, estuvieron cercanos a las figuras políticas de, por ejemplo, Fidel Castro; a las corrientes, en todo caso, socialistas de todas partes del mundo, a las vidas de los pueblos y a la propia gente. Hoy ya en menor proporción, indudablemente, porque los tiempos ya son distintos (no fueron de cacería a ífrica, ¿cierto?, pero sí alguna vez ejercieron el periodismo…), y éstos ya tienen bien ganada una posición en la literatura universal, pero durante largo tiempo mantuvieron ligadas a Ernest Hemingway sus figuras y sus modos de dejarse mirar por los públicos.
A él se deben en gran parte, ni duda cabe; sólo esperemos que no sigan los pasos del gringo en su manera de despedirse del mundo, porque eso sería decepcionante. Ernest Hemingway se dio un tiro en la cabeza, el muy imbécil, el 2 de julio de 1961, seguramente para seguir la tradición de su padre quien también se suicidó. O acaso porque muchos años antes había escrito estos versos: “El Señor es mi pastor, no /le necesitaré demasiado tiempo”; y quizás era verdad…