Un narrador literariamente cerebral

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Según se dice: leer, pensar y escribir, todo eso podía hacer a un mismo tiempo Saúl Bellow. Y más aún, eso lo distinguía de tantos autores como los hay. Y esa es precisamente la sensación que se tiene cuando se le lee: que se trata de un autor que antes de escribir ya ha leído, y pensado. Bien se dice que para escribir, antes, hay que leer. La escritura nace de la lectura. “Jamás hubo un escritor más literal y literariamente cerebral que Saúl Bellow”, escribió Rodrigo Fresán. Herzog, para hablar de una de sus novelas, retrata las desventuras de Moses Herzog, quien trata de escapar a su condición de judío y que lleva una existencia atribulada porque su mujer lo ha abandonado. En el trayecto, el texto (como tantos otros suyos) aparece salpicado de un sinnúmero de citas y referencias filosóficas, históricas, científicas y literarias. Lo que da cuenta de esa cualidad de literariamente cerebral que lo distinguía y lo que, también, ponía sus novelas fuera de la órbita del lector común.

La prosa de Bellow (sobre todo en sus cuentos y en sus novelas, porque también escribió y publicó artículos y ensayos) es, de algún modo, un retrato de lo intimista. A pesar de los grandes planos en que sus descripciones y atmósferas se desarrollan: la ciudad de Chicago, Manhattan, entre otras ciudades, pero sobre todo éstas dos, acaba siempre centrando sus acciones en un punto íntimo, quizá porque de una extraña manera de ahí mismo arrancan. No es gratuito, por ejemplo, que la mayoría de sus novelas y cuentos incluyan en su título un nombre propio: Las aventuras de Augie March, Ravelstein, El planeta de Mr. Hamler, El legado de Humbold, Henderson, el rey de la lluvia y “Buscando al señor Green”, “Memorias de Mosby” y “Zetland: impresiones de un testigo”. No, no es gratuito, porque hay en ello una profunda intención: le importa la vida, le importa el destino de esos nombres.

Bellow no denunció nada, pero los contextos de su escritura lo hacen. O si acaso, puso el acento en las diatribas que lo persiguieron más por el ambiente externo que por fuerza de sus fantasmas personales: su condición. “Soy muy consciente de que soy judío y americano y escritor. Pero también soy un fan del hockey”, dijo en una entrevista. En sus libros, de los que no pasan muchas páginas para que el lector quede atrapado, se decanta su particular manera de mirar el mundo: el proceso es el mismo del que ya se hablaba: leer, pensar y escribir, porque sus héroes y lo que los rodea desnudan su “exacta manera de posar los ojos sobre cosas y personas”. Phillip Roth consideró a Bellow hasta el final de sus días como el maestro insuperable, y dijo que sus personajes “se mueven, los de sus imitadores apenas dan saltitos”. Su prosa es afilada, aguda y “muerde mejor”. Fresán subraya que “pocos como él supieron traducir a letras lo que es ser feliz, ser inteligente, ser triste, ser”.

Nació hace cien años en Canadá, en una barriada de Québec. Su familia, inmigrantes rusos de ascendencia judía, pronto cruzó la frontera y se instaló en Chicago. En esa ciudad se crió y fundó su narrativa, fue su Jefferson personal, “la ciudad de los gangsters y los mataderos y los vientos afilados como navajas”. La escritura es reminiscencia, origen y semilla del escritor ante su más fiel espejo, y Bellow vuelve una y otra vez a la ciudad de su infancia, esa Chicago que es, a un mismo tiempo, brutal y poética, “azul por el invierno, marrón por el atardecer y cristalizada por el hielo”, cuna y casa de sus héroes y sus víctimas (perfiles que en muchos de sus personajes se funden en uno solo).

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