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Un paseo por la Plaza de la República

Cercana a la zona "rosa" de bares y nuevos edificios de departamentos, este camellón que recuerda a la Patria y sus entidades, es más conocido por su tianguis de los domingos, los negocios que lo bordean y por ser ya un lugar inseguro. De las estatuas a su alrededor, se perdió el recuerdo e, incluso, las placas conmemorativa

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Su rostro evoca la victoria. Su mano derecha se levanta como si invitara a un ejército imaginario a continuar la batalla y con la izquierda sostiene una bandera. Esta escultura de una esbelta mujer vestida con una túnica entallada, de seis metros de altura, preside la Plaza de la República en donde hay instaladas 32 estelas de cantera amarilla, 16 por lado, que representan las entidades federativas de México.

Es jueves, son las 5:30 de la tarde. No hay ni señales del bazar del Trocadero, tianguis de antigüedades y artículos usados que se instala todos los domingos. En los alrededores de la plaza, que fue construida en 1967 por el arquitecto Julio de la Peña, hay poca gente caminando, aunque hay un constante fluir de vehículos por Avenida México.»

«¿Qué haces?, muchacha. ¿No sabes que por aquí es peligroso?», me comenta Estela Deveaus Muñoz, quien a sus setenta y nueve años proyecta una gran vitalidad, tanto que aparenta diez años menos.

“Aquí se ha vuelto un barrio muy peligroso. Yo vivo en la Bernardo de Balbuena, y cada rato rompen vidrios y roban, y a veces pasa alguna muchacha y le arrebatan el bolso. Se ha hecho muy peligroso, así que no te conviene tener esas cosas en la mano», agrega, señalando mi grabadora y celular.

«Hace más de quince años salía uno con más confianza y seguridad, pero ya ahorita no», remata.

Cruzando la Andrés Terán hay una serie de negocios, entre éstos, una sastrería, un local para servicio de relojes, uno de pinturas y otro de venta de cervezas artesanales. Entro a la sastrería, pero nadie quiere hablar de la seguridad del rumbo. Un joven de alrededor de treinta años me indica que en esos momentos el dueño no se encuentra, así que decido ingresar al expendio de cervezas artesanales, negocio que apenas tiene dos semanas de abierto. El dependiente Gilberto Guzmán no tiene reportes negativos en cuanto a seguridad. Al menos eso es lo que expresa, y se extiende en la charla al hablar de los productos que oferta, mientras bebo un tarro lleno de “Pan y Circo” que me sabe a gloria.  Al parecer el joven es un experto conocedor del tema:

«La que usted bebe es ligera. Tiene 4.5 por ciento de alcohol. Hay más pesadas que tienen doce por ciento de alcohol… Tengo esta de café y chocolate; esta otra es de miel de maple y café; y aquella, acaramelada. En teoría, la cerveza no caduca, bueno, por lo menos la artesanal. Con el tiempo puede mejorar o empeorar el sabor, y para evitar esto último se le agrega, por ejemplo, coco, a la que no se consume para elaborar jabón artesanal como éste», dice al mismo tiempo que me extiende un pequeño cubo, con penetrante aroma al fruto tropical.

Terminada la plática y la cerveza que hay en el tarro, salgo y sigo caminando hacia las estelas que adornan parte de la Plaza de la República, y observo con detenimiento la escultura que representa a la Madre Patria, de la autoría del escultor jalisciense Juan José Méndez. A lo lejos veo una pareja de jóvenes, manifestando su amor en un profundo beso. Se abrazan, estrechan sus cuerpos, terminan de besarse, se miran y vuelven a juntar sus labios. Me siento una intrusa, una testigo bastante inoportuna. No me animo a preguntar, y cuando estoy cerca de ellos paso de puntitas para evitar molestarlos. Al parecer puede más su amor que el miedo a un posible peligro.

Cruzo la calle, y camino por la acera donde está ubicada la casa de descanso “La Sagrada Familia”, que en su página de Facebook se describe como “una comunidad de atención y servicio hacia la mujer vulnerable de la tercera edad”. Voy rumbo a avenida Américas y me detengo en el puesto de churros de don José Enrique González García, quien tiene cincuenta años vendiendo junto a una abarrotera, sobre Avenida México, esquina con la calle Alfredo R. Plascencia. Son las 18:30 horas.

Don José cuenta que su papá le enseñó el oficio, ya que vendía afuera de la parroquia San Miguel del Espíritu Santo y en Chapalita. Con destreza saca la masa en un pequeño aparato, de donde sale con forma alargada directo al aceite, que inmediatamente hace efervescencia.

“Esta parte de la ciudad no es segura, pa´qué le digo. Hace cincuenta años era tranquila. Ahorita ya no. Se cometen muchos robos a los carros, celulares, a la gente, a todo, pero aun así pongo mi puesto. Me voy para mi casa temprano, me meto a las 7:30, a esa hora ya estoy pa´ dentro. Antes me iba a las 11:00”.

Don José mantiene intacto el recuerdo de cómo era la sección de Avenida México en donde instala todos los días su puesto, sabe con exactitud en donde había casas, tiendas o lotes baldíos, pero tiene que trabajar, y me alejo. Me voy caminando hasta la nevería Polo Norte, y veo salir a cuatro jóvenes. Los sigo y cruzo con ellos la calle, les pregunto de cuál personaje es la estatua que está frente a la nevería. Ríen. Uno en son de broma contesta: “¿De Salinas de Gortari?”. Una muchacha responde: “Es cierto, no sabemos de quién es”, con cuidado todos buscan la placa descriptiva. “Lo siento no le podemos decir porque la han robado”.

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