Quiero dejar en claro, que el hecho de que estuviera sentado junto a dos gays que se la pasaron besándose media película, o que detrás de mí hubiera una señora que nunca había asistido a una proyección en 3D, y que por lo tanto estuviera “asombrándose” ante el más simple movimiento de cámara, en nada influyó en mi humilde apreciación de La invención de Hugo Cabret, el filme más reciente de Martin Scorsese. No me gustó y ya, aún con sus múltiples premios y nominaciones al Oscar, pero por otras razones que podrían ser igual de cuestionables.
No sé si pensar que el viejo Scorsese se está ablandando. Pero el hecho es que Hugo nada tiene que ver con aquellos filmes a los que nos acostumbró y en los que desfilan personajes violentos, perturbados o corruptos. No, lo que estuve viendo durante 126 minutos, y después de arrepentirme de gastar ochenta y siete pesos, fue una costosa adaptación cinematográfica rosa de un cuento infantil de Brian Selznick, The invention of Hugo Cabret, que al regresar a casa —asqueado por el olor a palomitas con mantequilla y por la forma y cantidad con que se las devoraban un par de simpáticos y obesos niños frente a mí— constaté lo de siempre al encontrar en internet esta obra de Selznick, y que él mismo ilustró: prefiero el libro.
Dos horas para ver a un chamaco, el tal Hugo, que es huérfano y vive en una estación de trenes en el París de los años treinta, y que su habilidad y empeño para reparar un misterioso autómata que heredó de su padre, lo llevan a encontrarse con el creador de este prototipo de robot: Georges Mélií¨s, el mago de los inicios del cine, y que se la pasa apolillándose en una tienda de juguetes en la propia estación parisina, amargado luego de que durante la Primera Guerra mundial su obra cinematográfica fuera relegada al olvido, hasta que las aventuras de un niño lo redescubren y redimensionan. Muy lindo, ¿no?
Sé que la intención de Selznick fue hacer un homenaje al realizador de cine Georges Mélií¨s. Eso es lo interesante, más allá del ropaje de supuesto misterio y fantasía infantil. Y menciono al autor del libro porque aunque resulte cosa común, pareciera que a los cineastas sin la imaginación de los escritores se les acabaran las ideas. ¿Cómo es que a Scorsese que toda la vida ha hecho cine jamás se le había ocurrido llevar a la pantalla una historia que hable sobre el propio arte, sino hasta que se encuentra con un libro que ya se había vuelto por sí mismo un éxito de ventas? Y hay que decir que las poderosas imágenes en blanco y negro con que Selznick ilustró su obra están muy por encima de los colores y efectos visuales de la cinta del director de Taxi Driver.
Tampoco es la primera vez que me parece menor la versión en cine de Scorsese sobre un libro. Su afamada y sobada The last temptation of Christ (1988) a la que muchos han alabado sin saber siquiera que su antecedente es la novela del griego Nikos Kazantzakis (1951), mucho menos leerla, resulta tan pobre narrativamente comparada con la obra de Nikos, que pareciera que sólo hubiera tomado aquellos elementos que pudieran causar cierto efecto en los espectadores, olvidándose de la gran riqueza del relato.
De vuelta a Hugo, a nadie le importa que me estuviera durmiendo en la sala de cine, mucho menos a Scorsese. Nada tiene que probar, y ni le van ni le vienen los comentarios de algún aburrido detractor, al fin y al cabo si lo que hace se vende y tiene el visto bueno de los señores del negocio es lo que cuenta: “Es un sentimiento maravilloso saber que tu trabajo en cine ha sido reconocido por la gente de la industria cinematográfica en Hollywood”, dijo recientemente.
Pero tal vez hay que ser un niño para apreciarla. El mismo Scorsese ha dicho que la relación con su hija de 12 años es lo que en gran parte influyó en su decisión de filmar Hugo; la necesidad de comunicarle y ofrecerle algo que no podría a través de sus anteriores cintas, y que no son muy aptas para los menores.
Pero también está presente el deseo de volver a ser niño, según las propias palabras del director, para encontrarse con el impulso y la energía inicial en el cine, abrir la mente y pensar que todo es posible; lo que es real y lo que no. Claro que a mí este discurso me suena demasiado encantador y hollywoodense, y eso es lo que se encuentra uno en Hugo, personajes y acciones predecibles, una historia demasiado fácil y feliz.
Insisto, lo rescatable a través de Scorsese, es el presentar un reconocimiento al cineasta francés Georges Mélií¨s, y con ello al romanticismo de los inicios del cine. Mélií¨s, que era un prestidigitador que llevó sus trucos a la pantalla, se adelantó por años al ver en el celuloide la posibilidad de crear historias que sorprendieran al auditorio más que las simples tomas de la cotidianidad que ya de por sí causaban asombro a quienes las contemplaban en pantalla, y con ello producir una narrativa de la que sus contemporáneos quedaban lejos. Lamentablemente esto que debería ser lo que tuviera más peso en la historia de Hugo, queda confinado al final de la larga película, luego de que los otros personajes, incluido el protagonista, terminen diluidos en un cliché.
Pero bueno, este el gran aparato cinematográfico. Si Martin Scorsese filmó en 3D es claro que buscaba en cierta manera impresionar al público como sucedía con las primeras proyecciones, cuando los espectadores “sentían” que las imágenes eran los objetos mismos que trascendían la pantalla; recrear la ingenuidad ya perdida al contemplar el mundo con extrañeza. Pero también, contribuir con la tendencia actual a crear la necesidad de percibir con mayor intensidad, velocidad; recibir dosis más fuertes de una tecnología que nos haga creer que podemos sobresalir de la anonimia, de nuestra borrosa inepcia. Y así, son justificables ya no sólo los costosos gastos de producción, sino obligadamente los de distribución y promoción. Necesarias la buenas reseñas, las buenas taquillas, los lustrosos premios.
Ha terminado la película y a la salida de la sala nos espera un anodino empleado de Cinépolis —igual que todos— para recoger las gafas 3D. Delante de mí hay unos adolescentes que bromean sobre no entregarlas —qué tal si le puedo ver las tetas a mi vieja en tercera dimensión— dice uno de los imberbes. La señora que se ha pasado todo el tiempo externando sus sorprendidos e idiotas comentarios durante la proyección, viene a un lado mío, y ha escuchado todo. Creo que fue muy injusta con eso de decirme pinche gente naca, cuando le cedí el paso extendiendo la mano hacia ella, sin fijarme que aún traía los lentes puestos.