Roxana, mi vecina del departamento de arriba, que sin faltar un solo día del año sale a las cinco y media de la mañana a buscar su transporte para ir a trabajar al Mercado de Abastos, hoy no bajó; de hecho, todo el edificio estuvo en silencio, muy distinto a lo usual. Se escuchó, únicamente, el borbotear del agua de la cafetera.
Como viajé con mi mujer de Loma Dorada a su trabajo —que está entre Industria y Román Morales—, a la colonia La Perla, tuve que hacer un recuento desde el auto. En veinte o veinticinco kilómetros solamente vi a sesenta mujeres: caminando solitarias por las calles, esperando el camión, viajando en la moto con sus maridos, barriendo las calles, atendiendo el mostrador de la tienda de abarrotes… una sola mujer vi sentada en el camión, ni una más: el resto de los viajeros eran puros varones entristecidos.
Ya en la escuela de mi mujer solamente vi a una señora bajar de su camioneta, pero las cocineras no estaban, las de la librería tampoco. Mi mujer convocó a sus alumnas a no faltar para no perder la secuencia de los rápidos semestres del curso de Química, no las vi, sin embargo habían confirmado su asistencia…
Salí entonces a la esquina a esperar el trolebús que me traería de Román Morales hasta el Parque Rojo. Lo normal hubiera sido ver a un mar de madres llevando a sus hijos a la Escuela Primaria Agustín Yáñez, pero no. Uno que otro acompañados de sus padres.
Por la calle de Industria pasó, entonces, una motocicleta: un hombre y una mujer en un veloz viaje que trajo el rojo trolebús al que me monté. Casi vacío. Me senté y adelante de mí iban dos chicas indígenas, una de ellas conversaba con un chavo. Atrás de mí iba una pareja que, cuando pude, volteé a ver —hice, en ese momento, un recuento—: solamente siete mujeres.
La pareja de atrás:
Él: Oye, hay pocas mujeres hoy.
Ella: Sí, es que ayer se manifestaron en la ciudad…
Él: ¿Y tú cómo vas con lo de tu marido?
Ella: El otro día me habló y me dijo que si volvíamos, pero le dije que yo ya no.
Él: ¿Y por qué no?
Ella: No, es que trae muchas cosas torcidas. En su trabajo trae muchas tranzas y, bueno, un enredo en su cabeza. Fíjate que ya con setenta y tres años no sabe ni qué: unas veces dice que le gustan los hombres y otras las mujeres…
Él: ¿Y entonces tú nada de nada? Porque yo con mi mujer ya ni nos hablamos. Tengo como tres años sin tocarle ni un dedo. Tú deberías disfrutar: contrátate un servicio al menos para que no la pases sin nada…
Ella, tranquila: No. No. Yo tengo dignidad, me respeto…
Y Él, que quiso meter gancho para sacar hilo, se quedó callado. Y a las tres cuadras se bajó. Justo en la Calzada, que se veía desolada: unos pocos hombres caminando en una avenida sin autos. A dos cuadras subió una señora mayor; y a cuatro bajaron las muchachas indígenas y el muchacho. Luego, de la Calzada al Parque Rojo, ni un alma.
En el Parque, que ayer domingo se ganó el nombre de la Revolución, estaban las señales que allí habían estado al menos treinta y cinco mil mujeres manifestándose. La figura intervenida de Madero lo verificaba. Y donde normalmente hay interminables filas esperando el transporte: nada. Ni salieron las mujeres del Tren Ligero.
Caminé hacia Enrique Díaz de León y paré en la farmacia en el cruce de Juárez y Camarena, para comprar unos Halls. Entré y nadie. Saludé y de la trastienda apareció una mujer madura, de unos sesenta años.
—Ah, ¿usted sí trabajó? ¿No le dieron el día?
—Usted cree. Eso tal vez sólo en las fábricas. Pero en esta empresa la mayoría somos mujeres y pues no, no nos dieron el día.
—¿Y qué piensa usted sobre la violencia hacia las mujeres?
—Pues es difícil. Se puede ver de varias maneras. Es cierto que los hombres golpean mucho a las mujeres y hasta las matan…; pero yo creo que si una ve que el hombre es violento, pues lo debe dejar. Pero muchas por no estar solas, por no tener que trabajar, por cualquier cosa, se quedan y luego ya muy tarde ve los resultados, o ni los alcanza a ver. Yo creo que la violencia hacia las mujeres está muy mal. Pero, discúlpeme que se lo diga así: creo que todos somos culpables. Me parece que a veces somos las que propiciamos la violencia. Y la aceptamos.
Guardé silencio. Vi salir a otra dependienta. Recordé que en todo mi trayecto apenas había visto a un total de ochenta mujeres. Pagué y les deseé un buen día.