Una prosa cristalina

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El tiempo es el gran tamiz de las obras literarias, lo que hoy es moda mañana se convertirá, si corre con suerte, en pasto comestible sólo para eruditos y miembros de la academia.
Al genio de la prosa de Alfonso Reyes (Monterrey, 17 de mayo de 1889-Ciudad de México, 27 de noviembre de 1959), que dominó la enorme plaza de Hispanoamérica entre los años de 1924 y 1939, 15 años le bastaron para ser considerado como uno de los escritores más influyentes del siglo XX. Tal distinción fue aseverada por voces fundamentales como la de Jorge Luis Borges, con quien compartió experiencia de vida, de lecturas y temas seguidos a la par, comprobados en una excelente recopilación de artículos que le debemos al jalisciense Felipe Garrido, bajo un título por demás sugerente: La máquina de pensar (y otros diálogos literarios) y que fue obsequiado a los lectores en el Día del libro de 1998.
La abundante producción literaria de Alfonso Reyes nos ofrece la oportunidad de verificar su capacidad de dominio de (casi) todos los géneros (y subgéneros) de la literatura, y nos entera de su sabiduría Octavio Paz, quien la alaba en unos breves versos, donde afirma que “El amor de Reyes al lenguaje, /a sus problemas y sus misterios, /es algo más que un ejemplo: es un milagro…”.
Mientras en otro tiempo la obra del ecuménico regiomontano fue motivo de inspiración para ciertas empresas (en el sentido que los antiguos designaban al término: aventura) de escritura, hoy sería impensable que un escritor en ciernes se hundiera en el agua límpida y fresca de los trabajos alfonsinos, ya que gran parte de su obra no ha resistido el tiempo y comienza a envejecer y a quedar al margen y dentro del campo propicio únicamente del estudio de académicos y eruditos, que buscan la frase y el sentido de los escritos filológicos donde Reyes dilapidó mucho de su tiempo creativo.
Pero no todo lo de Reyes está perdido o a punto de envejecer. Entre los 27 tomos que conforman sus obras completas (editadas por el Fondo de Cultura Económica), hay infinidad de materiales que se permiten la respiración y contagian vida y son aún hoy (y parecería que por muchos años todavía), manantial donde es posible beber con extrema tranquilidad y saciar la sed.
El tiempo, sin embargo, ha logrado que los textos de Alfonso Reyes encuentren a excelentes lectores, quienes nos han regalado antologías donde podemos hallar la increíble profundidad y belleza verbal y humana de su labor de largos años sometidos al rigor de una serena pasión, que nos recuerda que todos los grandes autores, pese a la abundancia, solamente en esencia escriben unas cuantas páginas capaces de perdurar, entrelazándose en la enorme red del arte universal; y resultan la esencia del trabajo de una vida, de un camino, de una escritura (en este caso) que fue para muchos aleccionador y, como es el caso de Carlos Fuentes, a quien el centauro le enseñó que “(…) la cultura tenía una sonrisa: que la tradición intelectual del mundo entero era nuestra por derecho propio y que la literatura mexicana era importante por ser literatura y no por ser mexicana”.
Actualmente, al leer algunos tomos de las obras completas de Reyes, uno se pregunta si en verdad vale la pena quedarse con todo o si bastan las obras esenciales de un autor tan prolífico como él. Hoy se acude a algunos trabajos suyos (filológicos sobre todo) por entera necesidad de consulta del pensamiento alfonsino, pero no necesariamente porque sea todo fundamental, esencial o, en rigor, necesario.
Muchos de sus textos resultan poco atractivos si uno desea abismarse en la estricta escritura de imaginación para, luego, ir a la propia. Sin duda alguna todo lo escrito por Reyes resulta muy atrayente desde el punto de vista de la escritura, mas al sumergir los tomos totales al agua de nuestros tiempos, emergen cuando mucho tres libros como una especie de estrictas antologías de lo abundante que resulta Alfonso Reyes, quien vivió atento a todas las corrientes literarias, a todos los asuntos, a todas las modas de su tiempo…
Es de agradecer al regiomontano su inquietud abarcadora, pero nos parece que podría quedarse —y de hecho sucede— en apenas unas cuantas páginas, en algunos textos en verdad fundamentales: la Visión de Anáhuac, La cena (y otras historias) e Ifigenia cruel ejemplares como dedicación de vida a una pasión como lo es la escritura.
Reyes indudablemente es un enorme poeta, un cronista, un filólogo, un creador de géneros como la reseña cinematográfica, una literatura que bien podría llevar su nombre, un ser bondadoso y, además, una forma de visión muy particular que se desborda hasta encontrarse ante una pared fin de sí mismo: es mostrarse y saberse ejemplo de las nuevas generaciones, quienes apreciaban su trabajo y tomaron su esfuerzo como ejemplo de que así debe ser la escritura y el quehacer en, para, y por el fin de una obra. Pero que también, al saberse observado por éstos, nunca se permitió la libertad de ser un escritor con errores o faltas al lenguaje cortés y bien escrito. Al regiomontano le faltó ser menos santo barón y más ser de este mundo: con defectos y virtudes; pues cuidó ser un personaje cortés y afable, y nunca convertirse en artista desbordado y pasional.
Ser un escrupuloso y fino caballero fue su pecado.

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