Viajero de la incertidumbre

Un recorrido en camión durante la contingencia por Covid-19 puede convertirse en un viaje por las varias obras que consignaron las pestes que asolaron a la humanidad. Un cerco sanitario puede entonces convertirse en una isla de paz, recordando las palabras de Boccaccio, que en el "Decamerón" dice: “Verdad es que el dolor sucede a las alegrías con frecuencia, pero no lo es menos que todas las tristezas se olvidan a la hora del júbilo”

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Foto: Ignacio Pérez Vega / Udegtv

Antes de que por la contingencia sanitaria cerraran algunos lugares de trabajo, tuve que tomar el Tur muy de mañana para viajar de Tonalá a Guadalajara.

Salí de casa con el tiempo necesario para tomar el autobús, rogando a los dioses que al menos no viniera, en ese momento, al tope de gente. Por fortuna estaba medio lleno; pero al paso de los kilómetros por el camino de la avenida Río Nilo el pasaje llenó el camión, fue entonces que volvió a mi cuerpo y a mi mente la inquietud y el temor.

¿Cómo no sentirlo si las noticias que nos “alimentan” hoy son tan terribles? Casos y más casos, muchos de ellos graves, en Italia, en España, en Estados Unidos, pero también, claro, en México y Guadalajara. Alarmistas o no, lo que hoy nos invade es el miedo a leer las novedades noticiosas con nuevos contagios por el coronavirus Covid-19 —o muertos por éste.

Cuando sentí que se iba atascando el autobús, yo —y me imagino que muchos, aunque en el viaje todos parecían muy tranquilos— comencé a observar cosas de la gente que normalmente no veo. A la de junto a mi asiento. A la que abordaba. A la de atrás y de adelante.

La mujer que iba a mi lado, invadía mi espacio debido a su obesidad; la que estaba de pie junto a mí me cercaba y consumía el aire que en el pánico me dije debía ser de todos. Fue, pues, que de algún modo el miedo me invadió; después recobré un poco de alivio cuando mi compañera de asiento bajó en la Calzada del Ejército.

Un poco de alivió, sí. Pero en la calle Gómez Farías, a una cuadra del antiguo Cinema Colonial (desde hace muchos años en el abandono), una mujer bajita y blanca —la vi desde el primer asiento en el que iba— levantó su brazo y pidió subir.

Paró el camión. La miré e intenté calcular, por la coloratura de su piel, su temperatura; y entonces vi sus ojos: a su contorno lo bordeaban lágrimas.

“Esta mujer está enferma: tiene gripa o fiebre” —me dije.

La inquietud de que se hubiera puesto junto a mí y se tallara los ojos y luego tocara el tubo y los asientos, me alarmó al grado que comencé a recordar —quizás para tranquilizarme, pero no— alguna de las obras literarias en las que se narran historias de contagios por el cólera, la peste, o la gripa española… las epidemias que han asolado a la humanidad.

Mi memoria hizo un recuento al azar de los libros que estaban en los anaqueles de mi biblioteca que aludían o trataban el tema de las pestes (o la guerra) que habían confinado a la humanidad: Edipo Rey (Sófocles), El diario de la peste (Daniel Defoe), Diario (Samuel Pepys), Nuestra Señora de París (Victor Hugo), París era una fiesta (Ernest Hemingway), El amor en los tiempos del cólera (Gabriel García Márquez), pero sobre todo recordé La peste (Albert Camus)…

En eso estaban mis pensamientos cuando alguien tosió justo atrás de mí; tuve que tomar aire para evitar voltear: pero mi cuerpo se estremeció con repetido escalofrío. Y tuve un desliz: quise tener un traje medieval, de aquellos de piel con una máscara de un pájaro de pico enorme como cuervo y sombrero, que siempre me han horrorizado.

Recordé, en seguida, que hacía tres días había leído el comienzo del Decamerón (Giovanni Boccaccio), y que me había producido la misma sensación que ahora.

“Cuando pienso, graciosísimas señoras, cuán natural os es, a todas la piedad, reconozco que este libro os parecerá grave y triste en sus comienzos, tanto como el doloroso recuerdo de la pasada y mortífera Peste, tan deplorable y dañosa a quien la vivió, puesto que con aquella calamidad doy principio a mi obra. […] Verdad es que el dolor sucede a las alegrías con frecuencia, pero no lo es menos que todas las tristezas se olvidan a la hora del júbilo. A tan breve penalidad —y la llamo breve porque se expresa en pocas letras —siguen inmediatamente la dulzura y el placer que os prometí hace poco y que nadie esperaría de esta lastimera introducción si antes no os lo anunciara. Y os aseguro que si hubiese podido llevaros por otro camino diverso de este ingrato sendero, lo hiciera de mil amores, mas era imposible conocer la causa de que sucedieran las cosas que leeréis en este libro sin recordar antes las desdichas de la Peste, creo que es forzoso que lo haga.”

Tuve un repentino dolor de estómago y me sentí mareado. Cerré los ojos y mi mente hizo un recuento de sonidos e imágenes. La mujer de los ojos lloroso. Su tos. Los pasajeros que desde la puerta trasera pasaban las monedas de su pago de mano en mano hasta llegar a la manaza del chofer. La máscara medieval para la peste. Los tráilers de la muerte en Italia, que en fila llevaban a los cadáveres hacia el crematorio. Las fotos que me envió mi mujer del supermercado con los anaqueles vacíos. Los cuadros de Las danzas macabras, sobre todo El triunfo de la muerte del pintor flamenco Pieter Brueghel el Viejo.

Abrí los ojos y ya había llegado, con una sudoración de pánico, al Parque Rojo. Caminé hasta el edificio de la Universidad. Se abrió la puerta de cristales automática: me encontré con un cerco sanitario.

Sentí un poco de alivio.

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