Limpiar el vocabulario político. Una defensa del conservadurismo

Los conceptos a menudo son deformados y simplificados por los actores políticos para perseguir sus propios fines e imponer su propio lenguaje monolítico, comprenderlo es necesario para desarrollar una mentalidad menos autoritaria y maniquea y más ilustrada, liberal y abierta

La palabra conservador es usada frecuentemente en el discurso político ordinario para clasificar a individuos, posiciones o prácticas. Las más de las veces, se emplea de manera vaga, imprecisa y simplista. Casi siempre tiene, al menos en el México actual, una connotación peyorativa: es una palabra sucia (dirty word) o una bestia negra (bête noire). Cuando un mexicano promedio le espeta a una persona el calificativo de “conservador”, quiere decir que es alguien retrógrado, antimoderno, arcaico y al que no le preocupan las libertades, la igualdad, el bien público o los derechos. Conservador es todo aquel que defiende el statu quo y que obstaculiza o niega el progreso de la sociedad.

Hay, desde luego, poderosas razones históricas que explican esta carga negativa del término: conservadores fueron quienes combatieron a los liberales reformistas del XIX, quienes propugnaron el Segundo Imperio o quienes defendieron la dominación española. El conservador, dicta el imaginario social mexicano, es siempre antipatriótico, reaccionario y egoísta. Sin embargo, el vocablo ha terminado por vaciarse de significado: no es sino un insulto para descalificar al otro. Llamar a alguien “conservador” —o, peor aún, “fascista”— es cerrar toda posibilidad de discusión o diálogo.

El término suele utilizarse, además, en contraposición a liberal: palabra no menos exenta de ambigüedades y producto de coyunturas históricas. Si el conservador es el retrógrada, el liberal es el progresista, el que está a favor de los derechos fundamentales, la modernidad y el progreso. Pero estas categorías simplistas, reduccionistas y maniqueas no nos ayudan a entender la complejidad de la vida política contemporánea. Naturalmente, de este maniqueísmo se han beneficiado no pocos actores, partidos y movimientos de diferentes países y de las más variadas persuasiones: “o estás conmigo o estás contra mí”, “todo opositor mío es cómplice de la oligarquía”, “nosotros estamos del lado correcto de la Historia”.

Un modesto ejercicio de clarificación conceptual sustentado, no en tratados y manuales de ciencia política, sino apenas en un par de diccionarios y enciclopedias, arroja la siguiente definición: conservador es aquel que defiende los valores, prácticas o instituciones establecidas frente a las innovaciones radicales. El conservador no niega, en principio, la posibilidad y conveniencia del progreso moral, social y político. Es tan sólo un escéptico del cambio. El conservador es aquel personaje, incómodo pero necesario, que cumple una sana función al decirnos: “siempre se puede estar peor”, “no todo cambio es para bien”, “toda innovación tendrá consecuencias no deseadas”, “examinemos minuciosamente las implicaciones de esta nueva idea, herramienta o institución antes de implementarla”, “a veces es mejor recurrir a la tradición que al cambio”.

El progreso social es posible y deseable: pero existen también los retrocesos y regresiones. En política hay, por ejemplo, regresiones autoritarias e involuciones democráticas: el progreso nunca es inexorable. El conservador suele ser precavido, cauteloso, prudente. Puede ciertamente equivocarse en sus predicciones, sugerencias y advertencias, pero también puede acertar: de allí su importancia en una sociedad democrática. Sin embargo, al asumir una versión extrema de su orientación y posicionarlo de manera a priori y dogmática en contra de toda innovación, cambio y novedad, el conservador se convierte en reaccionario, en individuo ultramontano.

Bajo estas modestas definiciones y razonamientos, aprendemos que ser conservador no implica, en realidad, algo negativo, infame o vergonzoso, como a menudo se nos hace creer desde una retórica dualista y tribal. El conservadurismo no es bueno o malo, es simplemente una orientación. Todos somos conservadores en distintos ámbitos de nuestra vida, y eso es válido y deseable. ¿Quién no desea conservar las amistades más preciadas, los buenos hábitos, los arreglos e instituciones que contribuyen a la democracia y el bien común? ¿Quién no intenta rechazar los cambios perniciosos? Así también, naturalmente, solemos tener una pulsión progresista o liberal que busca los cambios, las innovaciones y la apertura a nuevas experiencias. Una sociedad absolutamente conservadora conduciría al fascismo, a una teocracia absolutista o a una comunidad fundamentalista, fanática e iliberal. Por otro lado, una sociedad absolutamente progresista conduciría al totalitarismo de izquierda (el marxismo-leninismo, el estalinismo o el maoísmo), a un régimen como el del Terror en la Francia revolucionaria o a la total anarquía y caos social.

Todos los actores, movimientos y proyectos, sin excepción, poseen un grado de conservadurismo: valores y principios que invariablemente desean establecer, conservar y legar. Las revoluciones sociales, incluidas las progresistas, una vez instaladas en el poder, se vuelven extremadamente conservadoras: “Dentro de la revolución, todo; fuera de la revolución, nada”. También el liberal, el progresista y el ciudadano de izquierda quieren conservar algo.

El conservador no rechaza todo cambio social y político, sino que desconfía especialmente de los cambios bruscos, radicales y totalizantes, pues a menudo llevan al fracaso, al desastre o al absurdo. El conservador desea retener algo valioso del pasado (la sabiduría de la experiencia histórica o las tradiciones, instituciones y costumbres que encuentra dignas y apreciables) e innovar pero siempre de manera cuidadosa. El liberal, por su parte, tiene fe en el progreso moral de la humanidad y está decidido a intentar cambios con tal de obtener ese progreso, arriesgándose a la novedad, la apertura y la experimentación.

El conservadurismo es, como sostiene Michael Oakeshott, una disposición, una actitud, una orientación, más que un sistema de pensamiento acabado, un credo político definido o un programa de acción concreto. No se es conservador ni liberal de forma absoluta: se es conservador o liberal relativo a un problema, institución o práctica determinada. Los que, en un régimen autoritario, anhelan transitar a un sistema democrático son liberales, pero los que quieren preservar sus instituciones democráticas ante una amenaza autoritaria son tachados de conservadores. Conservador y liberal (así como izquierda y derecha) son términos orientadores, relativos y contextuales, no absolutos, fijos y categóricos.

La sociedad democrática requiere, pues, una suerte de equilibrio dialéctico entre ímpetu liberal e instinto conservador: ni temeridad experimental ni prudencia paralizadora, sino una tensión creativa entre tradición y cambio, liberales y conservadores. John Dewey, demócrata pragmatista, creía que la tarea del intelectual es precisamente articular de manera creativa lo viejo y lo nuevo, el pasado y las innovaciones. La filosofía, sostiene el autor de La experiencia y la naturaleza, no debe limitarse a describir pasivamente el espíritu de la época sino aspirar a modelar activamente la sociedad y la historia.

Nuestras visiones, marcos y modelos de pensamiento suelen ser sumamente complejos y ricos (lo cual no impide que siempre haya personas, grupos y movimientos fundamentalistas, dogmáticos y ultraortodoxos). El sociólogo americano Daniel Bell, por ejemplo, se consideraba a sí mismo conservador en cultura, liberal en política y socialista en economía (una de sus contradicciones culturales). ¿Por qué no entablar un diálogo franco y productivo entre liberales y socialistas, o entre progresistas y conservadores? ¿Por qué tendemos a anatematizar a los del otro bando? Sólo ejerciendo la imaginación política y la generosidad hermenéutica podremos confrontar y contrarrestar la polarización social, mal supremo de nuestra época.

No escribo esto con el ánimo de volver conservador al lector —aunque, estoy seguro, mucho nos beneficiaríamos del estudio minucioso de la tradición que va de Edmund Burke a Harvey Mansfield—. Mi propósito es volvernos más democráticos, tolerantes y pluralistas, y eso comienza por comprender mejor los abusos a que son sometidas las palabras. Comprender que los conceptos políticos a menudo son deformados y simplificados por los actores políticos para perseguir sus propios fines e imponer su propio lenguaje monolítico es necesario para desarrollar una mentalidad menos autoritaria y maniquea y más ilustrada, liberal y abierta. Los conceptos suelen ser más ricos, complejos y polisémicos de lo que aparentan en el discurso de los actores no democráticos.

Debemos empeñarnos en la tarea de pulir, refinar y limpiar nuestro manoseado vocabulario político (este es, por cierto, el propósito central de un excelente libro reciente del politólogo mexicano Mauricio Merino: Gato por liebre. La importancia de las palabras en la deliberación pública). Este ejercicio, en apariencia meramente teórico, contribuiría a robustecer y vigorizar nuestro debate público y a entendernos mejor los unos a los otros. Las palabras no significan lo que un político o gobernante quiere que signifiquen según sus deseos e intereses. Debemos respetar y defender el uso estricto, adecuado, riguroso e inteligente de las palabras. Y, por lo menos en este sentido, me declaro orgullosamente conservador.

SOBRE EL AUTOR

Es profesor de filosofía, teoría política y literatura en la Universidad de Guadalajara (UdeG). Estudió la licenciatura en Filosofía en la UdeG y la maestría, en la misma disciplina, en la New School for Social Research, de Nueva York. Ha escrito diversos artículos y ensayos en diferentes revistas y publicaciones periódicas. En 2018, tradujo el libro Vida irónica: un ensayo sobre el arte de vivir de Richard Bernstein. Actualmente trabaja como subdirector de la Cátedra Fernando del Paso y como subdirector de la Biblioteca Iberoamericana “Octavio Paz”.

MÁS NOTAS

Post Views: 94